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Algo hay que hacer



Entre los nuevos fenómenos atribuibles a la pandemia de COVID-19 se encuentra el aumento de trabajadores/as migrantes a nivel mundial.

De acuerdo con las más recientes estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo, dicho flujo aumentó un tres por ciento desde 2017, comprendiendo a 169 millones de personas.

Si bien este sector -que hoy representa un cinco por ciento de la fuerza de trabajo global- se ha convertido en una parte integral de la economía mundial, la realidad es que muchos trabajadores/as migrantes con frecuencia ocupan empleos temporales, informales o no protegidos, situaciones que los exponen a un riesgo mayor de inseguridad, de despidos y del deterioro de las condiciones de trabajo, sea cual fuere el país que los reciba.

Va de suyo que la crisis sanitaria mundial agravó estas vulnerabilidades, para los trabajadores/as en general y en particular para las y los migrantes, que en su mayoría ocupan -con suerte- empleos mal remunerados y poco calificados, y tienen un acceso limitado a la protección social y menores oportunidades para recibir los servicios de apoyo.

La propia OIT advirtió recientemente que la pandemia ha revelado la precariedad de quienes partieron de sus países de origen en busca de un futuro mejor. Puntualmente, señaló que los trabajadores migrantes, con frecuencia, son los primeros en ser despedidos, tienen dificultades para acceder al tratamiento y muchas veces están excluidos de las respuestas políticas nacionales al COVID-19.

La respuesta al porqué a nivel global mucha gente decide emigrar es porque en sus países no hay trabajo o porque el poco empleo existente es mal remunerado. Obviamente, se sienten atraídos/as por el imán de los salarios que se pagan en los países de altos ingresos, que son los que siguen absorbiendo la mayor parte de los trabajadores “golondrina”.

Pero no siempre lo que brilla es oro. Aparte de los problemas apuntados, las mujeres -que como tales enfrentan más obstáculos socioeconómicos y tienen mayores probabilidades de migrar como miembros de la familia acompañantes por razones distintas de la de buscar trabajo- pueden experimentar discriminación de género en el empleo y es posible que no tengan contactos con personas afines, lo cual dificulta el equilibrio entre la vida profesional y familiar en un país extranjero.

Esta situación debería ser evaluada convenientemente por todas y todos aquellos con deseos de “probar suerte” en otro país. Sobre todo por las y los jóvenes, que son quienes muestran mayor interés por emigrar en procura de empleo.

Pero también, habida cuenta la cantidad de argentinos/as y de formoseños/as que vienen tomando la decisión de partir, las autoridades nacionales y provinciales deberían preocuparse y ocuparse de atender esta sangría que envuelve en el dolor del distanciamiento (ya no por el coronavirus) a cientos de familias.

Algo hay que hacer, urgente, para retener en nuestro suelo a esa importante fuerza laboral y evitar lo que, en algunos casos, y especialmente para las mujeres, termina siendo un peligroso salto al vacío, sin red de contención.



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