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Alzheimer colectivo



La Argentina sufre una suerte de mal de Alzheimer colectivo por el cual sus habitantes pierden la memoria con facilidad y no recuerdan el pasado; agravado por un vicio inveterado: culpar de todos los males a los demás.
Un país serio se construye haciéndose cargo cada uno de sus propios errores y defectos y recordando el pasado, para aprender y no tropezar siempre con las mismas piedras.

La sociedad argentina vive un presente duro, pero es la realidad que debe transitar para crecer y tener, todos, un futuro mejor. Para eso, claro, hacen falta por lo menos tres cosas, descontando las luchas que deben darse sin cuartel contra la mentira y la corrupción: sacrificio, solidaridad y sentido común.

Nada se logra en la vida sin una cuota importante de sacrificio. Menos en un país devastado por conductas permisivas de todo tipo que durante décadas vaciaron las arcas del Estado y sumieron en la pobreza a más de un tercio de la población.

Pero además debemos aprender y entender que un país es una nación integrada por ciudadanos que componen una sociedad, por lo que no se trata de comportarse como individuos solitarios, aislados o egoístas. La premisa del “sálvese quien pueda” ¡no va más! Debe ser reemplazada por la solidaridad que hace falta para llegar a un destino superior, ya que no es cierto que estemos “condenados al éxito”. Si al país le va mal, nos va mal a todos.

Si muchos especulan, si corren a comprar los pocos o muchos dólares que nos puedan vender, si aumentan indiscriminadamente los precios de la mercadería y de los bienes de consumo indispensables, es no sólo porque no tienen confianza en ningún gobierno, sino porque no tienen credibilidad ni confianza en sí mismos.

El tercer aspecto -que podría ser tranquilamente el primero en orden de importancia- es el sentido común. No abunda en la Argentina, al igual que la tolerancia, y ello se refleja en el estallido de conflictos que se evitarían aplicando una pequeña dosis.

Políticos, sindicalistas, empresarios y dirigentes deberían contribuir a su modo. Los gobernantes, aplicando el sentido común para tomar las mejores decisiones. Los opositores, haciendo uso del sentido común para colaborar y sumar con grandeza, sin mezquindades. Los sindicalistas, respetando la Constitución, porque no existen los derechos absolutos y el derecho de uno termina donde comienza el derecho del otro. Los empresarios, tomando distancia del capitalismo prebendario y colaborando con los que menos tienen.

No escapan a esta lista los legisladores ni los jueces. Los primeros también deberían apelar al sentido común, para que las normas que dicten sean racionales y duraderas. Y qué decir de los representantes de la desorientada y poco creíble Justicia argentina. Sólo recordarles que su mayor garantía es la independencia de criterio, de acuerdo con lo que marcan la ley y las pruebas con su debido proceso. Sentido común, en su caso, sería interpretar cabalmente a San Agustín: “Dar a cada uno lo suyo”.

Si pudiéramos librarnos del Alzheimer colectivo y fuéramos capaces de practicar en serio los valores señalados, la esperanza tendría otra dimensión.



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