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“LO QUE NADIE TOCA”, DE MIRIAM ÁLVAREZ

Entre el árbol y el abismo



* Por Héctor Washington

Corría el año 1997 cuando el cineasta -y también poeta- iraní Abbas Kiarostami ganó la Palma de Oro en Cannes por “El sabor de las cerezas”, un film profundamente humanista y lo suficientemente incómodo como para enseñarnos -acaso sin buscarlo- acerca de nuestra libertad de accionar sobre la vida y la muerte.

Por entre los senderos curvos de una tierra yerma que brinda una imagen desoladora de los barrios pobres de Teherán, un hombre (Badii) busca suicidarse con un puñado de somníferos, pero antes debe dar con alguien que lo asista en su entierro cuando la muerte haya sido un hecho. Dispuesto a cumplir su cometido, su encuentro con un joven soldado kurdo, con un seminarista afgano y un anciano taxidermista de origen turco (el señor Bagheri, quien le recordará el sabor de las cerezas) enriquecerá la trama lenta y ardua que caracteriza a la cinta. En medio del desierto, un árbol florido al borde del abismo le hablará desde el silencio y el paisaje, con planos cargados de una poesía exquisita.

“Me siento muy feliz con este libro y espero que a los que lo lean les deje una marca, algo. Y si es así, me gustaría mucho que se comuniquen conmigo, que me lo digan. La interacción con el lector es para mí fundamental, ese puente que hay entre el autor y el lector, ese entramado maravilloso donde el autor se va desdibujando y queda el lector solo con el libro en la mano, haciendo suyas las palabras. Esa sería para mí una imagen muy hermosa”, confiesa Miriam Álvarez, en diálogo con Cronopio, acerca de su palabra ofrecida a los lectores en “Lo que nadie toca”, su más reciente libro de poesía.

A través de ella, la autora se va permitiendo construir un yo lírico desde la brevedad y los silencios, una entelequia que parece operar todo el tiempo desde la pérdida, la imposibilidad y la muerte, no del todo resistida: “¿cuál es / la recompensa / cuando siempre / se pierde?”; “después de todo / la muerte / no es nada / de otro mundo”.

Un cuadro cargado de paisajes naturales que hallan una identificación intimista tan necesaria como sostener un escenario que se derrumba todo el tiempo, que no perdura, como la lozanía de una hierba, de una fruta que se esfuma irreversiblemente: el verdor del romero, el camalote, una orquídea que se deshoja, mangos, guayabas, cerezas… todo perece inevitable: “Se derrumba la pared / la sostengo con las manos / con el cuerpo la sostengo”. Hojas, piedras, barro, hierbas, agua… todo el paisaje natural configura ahora su propio cuerpo: “soy un retazo / ingrávido / irreversible”; “puedo armar / un nido de flores / y cristales // o mi propia tumba / cavada a cuchillo”; “Dónde están / las cerezas dulces / que te salvaron / cuando salía el sol?”.

“Isidoro Blaisten tiene una particularidad: escribió un solo libro de poesía: ‘Sucedió en la lluvia’. Y le han preguntado por qué no escribió más poesía. Y respondió que tuvo miedo, porque él sabía que la poesía conducía a la locura y que un poeta es un cartero que corre envuelto en llamas, alguien que corre envuelto en fuego con algo en la mano que tiene que entregar. Es una imagen muy intensa. Piensen que yo soy esta poeta transformada en cartero, envuelta en las llamas de las palabras, y que corro para dejar en las manos a ustedes esto que tengo que entregar, que es mi propia voz”, se define Miriam Álvarez desde su emergencia más importante. Ese cartero que busca por calles polvorientas, por un camino de migrantes, alguien que nos convenza de subir al árbol a probar la fruta que ayude a disuadirnos de un acto irreversible. Bagheri o Badii, da lo mismo. Todos dolemos después de todo, todos perdemos algo en el trayecto: “hace frío y mi boca / parte las sílabas por la mitad / una y otra vez”, como las cerezas que penden entre el árbol y el abismo.

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Cada texto en “Lo que nadie toca” tiene una identificación emocional desde una fotografía del paisaje natural que la define. ¿Cómo se da en tu caso este proceso de descripción / emoción a la hora de escribir?
- “No hay musas en mi escritura ni apariciones especiales, ni destellos conspirativos que hagan que corra hacia un papel para escribir. La hoja en blanco siempre nos hace temblar a todos los que escribimos. Pero sí lo que sucede es que hay un punto, un momento, algo, una imagen, un color, un ritmo, una música, que es lo que le pasa seguramente -y estoy totalmente convencida- a cualquier artista: encontrar ese algo que buscamos y, al contemplarlo, desarmarnos totalmente, deconstruirnos e ir en busca de la voz, de esa voz interior que nos hace pensar, soltar palabras como pájaros y volcarlas en el papel. Y bueno, ahí empieza el trabajo real. Yo considero -como decía Juan Gelman- que escribir es un oficio, este oficio que ejerzo con la sangre. Es una evocación siempre la palabra de Gelman para mí. Y ese trabajo de unir palabras y crear sentido sucede con lo que veo, por supuesto. Y vos me estás preguntando sobre lo que veo alrededor y sobre las descripciones. En mí ha sucedido algo muy particular, que fue en un momento muy especial en que por un motivo muy particular me detuve y comencé la contemplación. No algo místico, por supuesto, sino a mirar todo lo que había detrás de lo que ya estaba viendo. Y la naturaleza y el paisaje fueron algo que me impactó terriblemente. Y fue abrumador, porque fue muy de golpe. Y encontré que por ese camino de la descripción o de la evocación de momentos, de lugares, de sonidos, iban apareciendo poemas. Y no estoy hablando solamente de la descripción de lo exterior. En este nuevo libro también hablo y hago una especie de conjunción al final entre el libro y mi paisaje. El paisaje nosotros lo concebimos como algo exterior, lo que vemos cuando, por ejemplo, nos sentamos a la orilla del río y vemos pasar los camalotes, las aves… Pero también nuestro cuerpo es nuestro propio paisaje. Por supuesto, es un paisaje en el cual tenemos que hacer una introspección y también verlo. Como el tronco de un árbol, podemos ver nuestro cuerpo y sus cicatrices, internas y externas. Así que creo que desde lo emocional, para mí el paisaje es una conjunción y es todo lo que observo y lo que llevo en mí todos los días”.

Otra particularidad del libro además es su brevedad en función de la contundencia, donde los silencios también completan la obra. ¿Qué tanto trabaja Miriam Álvarez decir desde los silencios?
- “Los silencios tienen un papel fundamental indudablemente, porque hay mucho de lo no dicho en la poesía. Y hablo específicamente de la poesía porque eso no sucede generalmente en otros géneros literarios. A veces las palabras, con su sentido o sinsentido en el poema, construyen una mirada, una visión que tiene el lector de acuerdo con su camino lector, con su forma, con su mirada, con lo que le impacta, el sonido de las palabras… Uno hace como un disparo al aire, y esas luces y ese sonido cada uno los va recibiendo de la manera en que van cobrando sentido las palabras en él. Marguerite Duras decía que escribir también es no hablar, es callarse, es aullar sin ruido. Y los silencios tienen un gran sentido en mi poesía, porque -como verán en este libro, donde está mucho más acentuado- son poemas relativamente cortos. Hay uno que es un poco más extenso porque tenía la necesidad de serlo en partes. Pero esos silencios van construyendo un hilo conductor que llegan al final del poema en lo que yo considero que en mis textos es algo notorio, que son los remates. Hay una lírica en general en mi poesía que parece que está construyendo una voz muy especial que relata, que cuenta serenamente lo que va sucediendo, lo que quiere contar esa voz, por supuesto. Y en el remate se define. Hay algo que se desploma, que cae, hay una propia voz. Creo que eso es lo importante, porque la poesía para mí es una posibilidad, un camino, una línea de acción y tener una puerta abierta a esa posibilidad. Y la poesía me dio palabras para definir ese camino recorrido. Y en ese camino hay un propio decir. Hay que buscar esa voz que uno está permanentemente tratando de encontrar para que el registro de lo que uno dice tenga una repercusión en el que escucha. Siempre recuerdo un poema muy hermoso de Irene Gruss que dice: ‘El perfil de mis dedos / está manchado de pelar papas, batatas, (…) / todo cubierto y de perfil, por / tinta, / todo imborrable / y tinta’. Uno puede manipular y estar en muchas cosas, pero también estar cubierto de poesía interiormente y expresarla aun en los silencios”.

En la ilustración de tapa, sabemos, tomó parte nuevamente tu hijo Juan José. ¿Cómo se dan estas colaboraciones tan especiales y cómo te movilizan a la hora de gestar una nueva edición?
- “Para mí, no es una novedad tener alrededor mío a mi familia en mis actividades. De muy pequeños, mis hijos me acompañaron en todo lo que yo hacía. Soy bibliotecaria y trabajé de eso muchísimos años. En algún momento pensé que me iban a poner una lápida donde dijera: ‘Aquí yace una bibliotecaria’. Ahora deseché la idea (risas). Pero eso no lo dije en vano, forma parte de mi vida, no es un título solamente que adquirí estudiando. Es una forma de vivir y es una pasión. Y como dije, mis hijos y mi esposo también me han acompañado en muchas de mis locuras, porque yo hice mucho trabajo de promoción de lectura. Así que iba con todas mis cosas a una biblioteca barrial, a una escuela, a un jardín… y desde muy pequeños, mis hijos, en todas las actividades de lectura o de juegos que hacíamos con los chicos y demás, ellos participaban activamente. Por supuesto, cuando no interfería en sus actividades, los incorporaba siempre a las mías. Bueno, no los incorporaba: forman parte de mi vida. Ahora son un hombre y una mujer. Yo amo a mi familia, ellos son mi orgullo. Mi hijo, que estudia Diseño Industrial y tiene una mano muy especial para el dibujo, en mi primer libro, ‘En espera’, ilustró muchos de los poemas. Y en este caso, hizo el arte digital de tapa. Es muy natural: ‘Hijo, necesito la tapa del libro’; ‘Hijo, necesito esto’… y ahí está. Mi hija no tiene esa inclinación al dibujo pero sí la he ‘castigado’ escuchando: ‘A ver, ¿qué te parece…?’, si está en casa. A veces lo hago. Y hay algo muy interesante que una vez me dijo mi hija Anahí: ‘No no sé, mamá, si lo comprendí pero hay algo en ese poema, como un ritmo, como una música, algo que hace que me guste’. Y para mí eso fue una marca a fuego, porque todo eso está incorporado en el poema: la musicalidad del poema, que también es fundamental, como los silencios, el ritmo… Y ella era en ese momento mi modelo lector, el que estaba del otro lado escuchando lo que yo había escrito. Y mi marido también, con sus actividades -que son diversas- y con sus ocupaciones, siempre fue ‘marido bibliotecario’ y en este momento ‘marido escritor’”.

Hay en tu poética ciertas puertas de acceso que se van abriendo no sólo desde las citas de otros autores sino también desde la música y el cine. ¿Cómo operan en tu producción esos otros lenguajes de los que te alimentás?
- “Todo está atravesado por todo el arte. A mí me conmueve cualquier expresión artística, me gusta mucho mirar pintura -aunque pueda no comprender porque me falte la preparación previa para observar un cuadro con precisión- o escuchar música, me gusta mucho la música clásica y todo tipo de música. Me gusta por mi hijo el rock, me gusta el jazz… Todo puede llegar a conmoverme profundamente. Y todo está atravesado por eso primero que dijimos, que eran los silencios: un blanco, un punto, una línea en un cuadro, los silencios en la música, que son también tan fundamentales… Todo el arte a mí me conmueve. Y me gusta mucho el cine, me gusta muchísimo el teatro, todo lo que pueda enriquecerme de alguna manera. Y sí, algunos poemas tienen una referencia: uno de Haruki Murakami, que es un autor que me gusta mucho, una referencia al libro ‘Tokio Blues, Norwegian Wood’. Ese libro también está atravesado por la música. Entonces evoqué el libro y recreé la acción en un poema muy personal, por supuesto. El otro poema tiene referencias a ‘El sabor de las cerezas’, que es un film iraní de Abbas Kiarostami que a mí me impactó muchísimo, que tiene que ver fundamentalmente con la muerte y con la vida, recorrer un camino para encontrarle al final un sentido. Y ese poema tiene una referencia al film. Por supuesto, está mi aporte personal, que genera preguntas. En general, en mi poesía hay muchas preguntas. En muchos de mis poemas hay preguntas que dejo abiertas, que me hago yo y que quizás algún lector las pueda responder. Además de estas referencias artísticas que tanto me interesan para enriquecerme, porque me movilizan interiormente, creo que hay una constante también y es el tema de las pérdidas. Hay un poema de Elizabeth Bishop que se llama ‘Un arte’ y me ha movilizado muchísimo, porque creo que todos podemos perder muchas cosas. Y ella tiene una concepción de las pérdidas: aceptar lo que sucede, que las cosas se pierden, cambian -que es otra de las formas de pérdida- y que de esas pérdidas algo se puede rescatar y seguir. Por eso hay que aprender el arte de perder; uno se acostumbra. Bishop decía que perdió casas, ciudades… pero no resignadamente. Así que quizás dentro de los poemas hay muchas voces hablándome y diciéndome: ‘Mirá, este es el camino’; ‘Andá por acá’; ‘Leé esto’; ‘Mirá aquello’. Quizá sea así. Es muy lindo pensar que sea así, que hay como una especie de voz interior que nos va marcando un camino. Y quizás esa es una forma de encontrar la propia voz”.

Hay una imposibilidad permanente que plantea el yo lírico en cada texto, un esfuerzo sobrehumano por contrarrestar lo que duele, por retener lo que se esfuma. ¿Qué es lo que nadie toca y que su mano escarba?
- “‘Lo que nadie toca’ es un poema que formaba parte de mi primer libro, ‘En espera’. Era uno de los tantos poemas que había en el libro que a mí me evocaba un momento muy hermoso, muy simple, muy sencillo. Pero cuando escribí ese poema -del que tengo guardadas todas las etapas de escritura: primero quise hacer una prosa poética y después pasó a ser poema (todo termina siendo poema en general en mí)-, me pareció que era un poema muy interesante, porque la palabra ‘escarba’ -que no suena muy ‘poética’ pero siempre nos suena como ‘de uso poético’- es sacar capas, ir descubriendo y penetrando hasta encontrar algo. Ese sería un sentido lineal, esencial. Y se va repitiendo ese concepto en muchos de los poemas, por ejemplo: en ‘Lo que habito’, las paredes de esta casa poética se van deshojando como capas de cebolla, todo se va desplomando. Pero hay un sentido en este signo que va atravesando el libro, de ‘contrarrestar el dolor’, como decís vos. Yo no sé si es tan así, no sé si quiero contrarrestar el dolor. Quizás, al decirlo, se produzca una magia, que es la de que ese dolor, al irse a manos de otros, de los lectores que lo van leyendo, desaparezca. Y cuando uno expresa, cuando uno puede decir, cuando los silencios se abren y nos abren un camino, y podemos hablar y podemos contar y podemos decir, eso ya le va perteneciendo a otro. Y no sé si ‘contrarrestar’ lo que duele, a lo mejor es compartir lo que duele. Cada uno le encontrará el sentido y la circunstancia. Pero ‘Lo que habito’ o ‘Mi cuerpo, mi paisaje’ son una forma de expresión de algo que sucede. Y otros poemas también. El que hace referencia a la película iraní también habla de pérdidas, de dolor. Pero el arte hace la maravilla de poder no evadir y no negar, pero sí poder abrir un camino para que esa carga pesada que nos acompaña a todos en la vida la podamos llevar con nosotros. Nos va a acompañar siempre, pero decirlo es muy bueno. Yo en una época -cuando leía a muchos autores que decían que la poesía sana, que escribir salva, etcétera (lo he dicho yo también en alguna oportunidad)- lo sentía como un reduccionismo. Me parecía que era reducir la poesía a expresar dolores y faltantes de nosotros, pedazos que se nos caen y demás, y no darle el valor de transmisión que tiene. Era como reducir la poesía a algo utilitario: ‘En vez de psicoanalizarme, escribo poemas’. Pero eso fue una etapa que tuve y ahora pienso que quizá no salve al escritor o no se duela la poesía con el escritor, pero sí puede ser una transmisión para ese camino que yo defiendo tanto, que es el del lector, el otro, el que encuentra esas palabras y las hace suyas, que se las apropia, que encuentra un sentido. Quizá para eso es la poesía. Hay algo que dice Carlos Battilana que llevo siempre conmigo, que me parece una descripción increíble: que para él, el poema es como un juego de infancia, esos ladrillitos tipo rafting para armar, y que posibilitan armar muchas pequeñas cosas, como casas, puentes, etcétera. Con los mismos ladrillos, nosotros armamos distintos poemas. Y también lo interesante es saber qué hacen los poemas con nosotros, dónde está la acción del poema, qué hacemos con los poemas cuando leemos o cuando escribimos y qué hacen los poemas con nosotros. Bueno, ahí creo que tiene una acción fundamental el lector”.

Además de unos casi diez años, ¿qué pasó entre “En espera” y “Lo que nadie toca” a nivel creativo que repercutió en tu manera de producir?
- “Sí, pasó mucho tiempo. Pero en el medio hubo mucho: haber dado con grandes maestros con los que fui descubriendo un camino poético maravilloso que me brindaron sus conocimientos, pero fundamentalmente su paciencia y su oído y su corazón. Tuve maestros muy increíbles que la vida me fue dando. Mi primer maestro fue Juan Gelman en la Universidad de San Martín durante dos años, a distancia. Él estaba en México y tenía un grupo de coordinadores de su taller de lectura ‘Paco Urondo’, donde aprendí muchísimo y tuve la gran oportunidad de poder conocerlo, se reunió con nosotros. Lamentablemente fue el último año de su vida, cuando vino a la Argentina para presentar su último libro, dedicado a Marcelo, su hijo desaparecido por muchos años. Eso fue un regalo de la vida. Diana Bellessi aquí en Formosa, una maestra increíble, maravillosa. Después en la Biblioteca del Congreso de la Nación, con Adriana Agrelo. También conocí a Flor Defelippe, que es una poeta increíble y que me dio muchas herramientas que me acompañan siempre. Y en ese camino, leer a muchos y escuchar, aprender, participar de muchas antologías. Participé en varias: en la antología de la región NEA del Consejo Federal de Inversiones, gané una mención en el Concurso Nacional de Poesía ‘Paco Urondo’, en ‘Clandestinas’ aquí en Formosa y en muchas antologías digitales. Hice muchas cosas, nunca estuve ‘no escribiendo’, aunque no soy muy productiva, no soy de escribir miles de cosas todos los días, ni que me levanto ‘a tal hora’ y que escribo ‘de tal hora a tal hora’. Eso no lo hago. Pero fui inquieta y traté de hacer todas esas cosas que me hicieron conocer un mundo fascinante y gente increíble con la que tengo contacto. Y ahora dije: ‘Bueno, es momento de que tantas palabras sueltas que tengo por acá dando vueltas lleguen a ser un libro’. Y con los amigos de ‘El mono armado’, los queridos Ramiro y Mariel, se editó este pequeño libro, ‘Lo que nadie toca’, que me da mucha ilusión”.

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ALLÍ DONDE LA FRONTERA RESPIRA

- Por Juan Páez, escritor, docente e investigador



“Lo que nadie toca” (“El mono armado”, 2022), de Miriam Álvarez, es un libro que articula un mapa sonoro. El tratamiento rítmico resulta conmovedor porque le permite a la voz poner en diálogo diferentes imágenes y construir, así, un jardín interno y particular. Esa voz murmurada, a media sombra, revitaliza su sentido en la vertiente que emana de la naturaleza que transita la mirada. Plantas, frutos y murmullos platican en el poema, es decir, allí donde la frontera respira.

Hace unas semanas tuve la oportunidad de presentar este poemario en la Cooperativa de Clorinda, ciudad en la que reside su autora. En aquel momento, hablamos sobre el yo poético, es decir, esa voz que canta en el poema y que, por supuesto, no hay que confundir con el sujeto empírico. Álvarez crea una voz discursiva que acompaña al lector en su recorrido por una geografía creada gracias al minucioso trabajo con la melodía. Se trata de una voz que transforma lo vital en su materia prima.

En otras palabras, no es la autora quien desovilla su vida personal sino que, por el contrario, es quien construye una voz que le permite hilvanar diferentes historias empleando el sonido como hilo conductor. Esa voz es siempre una ficción, una creación. De allí el carácter estético, de allí su sentido: “poíesis”, término griego que señala “creación” o “producción”.

La poesía, desde sus orígenes, está ligada a la música. Ese cruce entre melodía y melancolía adquiere contundencia en la poética de Álvarez. Aquí, la autora compone una partitura que se logra, no por arte de magia, sino por formación. Su asistencia a numerosos espacios -que van desde los talleres del Fondo Nacional de las Artes hasta los dirigidos por Juan Gelman- se evidencia en la construcción de esa cadencia particular, serena, que juega con guiños visuales, por ejemplo, a través del empleo de letras en negritas.

Con este trabajo, la autora de “Lo que nadie toca” logra que, en términos de Diana Bellessi, esa pequeña voz del mundo cante y baile. El poemario explora paisajes y pasajes internos y externos que dan forma al resguardo donde es posible esconderse de la velocidad del mundo contemporáneo. Aquí, lo cotidiano y la poesía tocan esas fibras de lo que nadie puede.

Elizabeth Bishop escribió “the art of losing isn’t hard to master”, revelando, tal vez, cómo el arte de perder es condición para la escritura y cómo la escritura deviene un modo de saturar esas pérdidas. En esas zonas donde perder es encontrarse, allí mora la poesía.



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