Matías tiene 24 años, pero su cuerpo y su alma llevan las marcas de una vida difícil, de soledad, de incomprensión, de maltratos físicos, pero también de las más profundas, que tardan más en cicatrizar y que tienen que ver con el desamor y el abandono.
Nació en el seno de una familia muy humilde, con una madre muy enferma que no pudo brindarle los cuidados que hubiera querido. Del padre nada sabe, pero si de un padrastro en quien no pudo encontrar una figura que le sirviera de ejemplo y se convirtiera en una afectuosa compañía, sino más bien todo lo contrario: una tormentosa relación que desencadenó en reiteradas situaciones de violencia familiar, al punto de expulsarlo a una vida en la calle.
Fueron muchos años de andar y recorrer las calles a la deriva, llevando en su mochila pocas cosas materiales, pero cargada de sentimientos encontrados, frustraciones, broncas, tristezas, sueños irrealizados y cierto resentimiento. Allí encontró algunas amistades, pero también amarguras y necesidades, que buscó equivocadamente apaciguar con el consumo de alcohol y otras drogas, lo que finalmente no hizo más que profundizar su malestar y generarle mayores dificultades.
Luego, casi como un destino inevitable, vinieron los delitos y los problemas con la policía y la justicia. Así, el círculo destructivo en su vida se aceleró.
Supo buscar ayuda muchas veces en instituciones y personas que le tendieron la mano y le brindaron oportunidades, pero siempre le costó muchísimo sostener su proyecto de vida, tal vez por una voluntad que menguaba junto con su autoestima tan maltrecha. Tocó fondo muchas veces y se encontraba en este pozo profundo, hasta que, mientras deambulaba sin un rumbo fijo, Dios puso en su camino personas que lo ayudaron con sus carencias materiales, y por sobre todo, con las afectivas y espirituales. Es así que la comunidad de la capilla del Divino Niño le brindó abrigo, cuidados y oportunidades. Aun así salir de la calle no era tan fácil para él.
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