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La memoria vigente

Una columna de Héctor Rey Leyes



El 8 de abril, fiesta en Formosa, me trae recuerdos tan profundos como gratos, ya que allí pasé la etapa más larga e importante de mi vida. Todo empezó unos días antes de la Navidad de 1965, cuando rendí la última materia del Profesorado de Lengua y Literatura, y me fui a tomar un helado como festejo, ya que mis flacos bolsillos no daban para otra cosa. Y allí me encontré con un viejo amigo, docente también, quien me ofreció trabajar en la escuela que dirigía, en el interior de Formosa. Obviamente acepté porque me pareció una extraña casualidad que, saliendo del último examen, el inicio de mi carrera docente me esperara casi en la puerta del instituto. Nos intercambiamos direcciones y a fines de ese enero me mandó una carta con las indicaciones de cómo llegar a Pirané (ahí estaba mi futura escuela) y la fecha en la que debería presentarme.

Así fue que me embarqué en La Internacional, en la terminal de Santa Fe, y llegué a Formosa un 25 de febrero. Pero no pude dar con nadie que me pudiese orientar. Después de un cierto peregrinar por distintas oficinas, y a media siesta veraniega, conseguí la dirección de una funcionaria de educación quien me atendió con el sueño interrumpido, me dijo que desconocía mi situación y que en todo caso fuese al Consejo al día siguiente para hacer los trámites de rigor, que me llevarían un tiempo. Volví a la avenida central y me senté en un banco, enfrente del Colegio Santa Isabel. Ahí revisé mis finanzas y la plata no me alcanzaba ni para quedarme ni para irme, porque había viajado sin cobrar mi último sueldo de empleado público, el que me sería girado al mes siguiente. Decidí intentar volver hasta ver qué decidía hacer mi amigo. Pero en ese momento tenía que regresar de fiado, con algún crédito de buena voluntad, cosa bastante ridícula. Preguntando, llegué a una oficina adonde vendían boletos de avión, en la primera cuadra de la calle Saavedra. Me atendió una señora muy amable, no muy alta, de cabello negro y tez blanca. Cuando le pregunté si vendían boletos a crédito (no había tarjetas en ese entonces) me dijo que no. No sé qué cara habré puesto porque me invitó a sentarme, me acercó un vaso de agua y me pidió que le contara qué me pasaba. Cuando oyó mi historia me hizo un gesto de espera, fue al teléfono e hizo cinco o seis llamadas. Cuando colgó me dijo que estaba solucionado, que me alojase en un hotel a la vuelta, y que a la hora de la cena me entrevistaría el responsable del Nivel Medio. ¡El cielo se me había abierto! Así que le agradecí con el alma, tomé mi valija (era una sola), mi guitarra usada y me fui al hotel, no sin antes preguntarle su nombre: “Señora de Salom”, me dijo, y no lo olvidé más.

Cuando estaba cenando (con terror de no poder pagar la cuenta) ingresó en el comedor un hombre de mediana edad, peinado a la gomina, fino bigote, y de modales educados. Habló con el encargado y se acercó a mi mesa. Confieso que sentí un leve temblor cuando me dio la mano y me trató de profesor. Me comentó que estaba todo arreglado, que de los gastos se hacía cargo el Consejo y que tomara el tren que salía al día siguiente, pasaba por Pirané, adonde me debía bajar, e incluso puso en mis manos el boleto correspondiente. Fue la mentira más noble que escuché en mi vida, porque muchos años después supe que el Consejo no había pagado nada, que todo lo había solventado él de su bolsillo. Ese hombre era el profesor Urbano Vega, quien llegó a ser mi director cuando trabajé en la Escuela Normal, y que me honró con su amistad desde esa noche.

Y me fui a Pirané, allí llegué a Director de esa recordada escuela, me casé con otra profesora que también había venido de Paraná, nacieron nuestras dos hijas, y después de siete años nos radicamos en Formosa capital, adonde nació el tercero, el varón.

Pasaron los años, y un día, caminando por la calle Saavedra, frente a la Policía, salió de una casa una señora no muy alta, de cabello entrecano y tez blanca. Me miró un instante, se paró frente a mí y me dijo: “Gracias a mí, Usted está en Formosa”. Tuve que agitar mis pocas neuronas útiles para darme cuenta de que estaba parado frente a la mismísima señora de Salom. Nos abrazamos y charlamos un rato. Sabía de mí porque cada tanto leía algo en los diarios. Cuando nos separamos nos prometimos visitarnos para completar la charla, sin saber que esa era la última vez que nos veríamos. Borges decía que los hombres inventaron el adiós, porque se creen inmortales. Cruel verdad.

Por eso, este 8 de abril cuento esta historia, acaso por primera vez, para homenajear a estas dos bellas personas que me abrieron las puertas de la vida que viví. Fueron cincuenta años en esa bendita tierra que se abrió generosa para que sea hoy lo que pude llegar a ser, y tener todo lo que tengo.

Y por esas cosas de la vida desde hace un tiempo nos hemos vuelto a radicar en Paraná. La cercanía con hijos y nietos y alguna atención que hay que ir prestándole a la salud nos motivaron para este nuevo desarraigo. Pero Alberto Cortés me va prestar unos versos suyos para explicar que, aún algo lejos, seguimos tan cerca como antes:

Quizás en apariencias
te alejas o me alejo,
el caso es que sufrimos de ausencia
con un dolor ambiguo y parejo.
Amor no significa querencia,
también se puede amar desde lejos.

¡Feliz aniversario, Formosa, tierra querida!



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