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Debajo del mundo de Adrián Berra

El cancionista itinerante visitó por primera vez Formosa, en medio de una gira que lo llevó por Paraná, Resistencia y Corrientes, y que finalizó en Asunción. En diálogo con Cronopio, dio a conocer su manera de entender el mundo de la canción y su proyección como artista en la escena independiente



Allá por el año 2006, el cantor, músico y compositor -tal como él se define- Pablo Dacal ensayaba un pretendido manifiesto como declaración de principios de una nueva generación de artistas que se abrían paso entre los escombros del siglo XX y los albores del presente: “Para encontrar lo nuevo, hay que atreverse a no formar parte de la sociedad artística imperante. Si no hay sitios donde mostrar ni medios que nos comuniquen, deberemos inventarlos. Hacer sin dudarlo, como un acto de fe. En la reacción que la obra genera está el norte de nuestro movimiento: sólo hay que saber oírla”.

“Asesinato del rock” -que así se titulaba- arremetía: “La canción y la historieta son las formas narrativas de nuestro tiempo, cargan con la herencia secreta de la poesía y la tragedia, y continuarán existiendo cuando todo estalle”.

Simultáneamente, un joven e incipiente Adrián Berra daba luz a “A favor de mi corriente”, una suerte de demo iniciático que se abría paso en la escena independiente y lo introducía en la búsqueda de una nueva estética, lejos de la altisonancia y cada vez más cerca del minimalismo.

Berra nació en Villa Urquiza en 1985 y desde sus primeros años gustó del contacto con las canciones, que desarticulaba en la medida de sus posibilidades. En un principio, se inició en la palabra; después, la música hizo lo suyo: “Yo arranqué más por la poesía y paulatinamente me fui enamorando del plano musical, de la guitarra particularmente. De las canciones, me gustaba mucho el rock nacional y anotaba las letras poniendo pausa en el cassette. Después empecé a descubrir lo que había detrás de las palabras: acordes, melodías, notas... Y a partir de allí comencé a musicalizar las cosas. Siempre tuve la necesidad de decir algo que pensaba o sentía, por cuestiones personales que necesitaba elaborar y expresar. Y entonces desagotaba mi dolor y lo ponía allí. Como si la canción se llevara el ‘tumor’ y él ya no me perteneciera”.

Se define como cancionista, casi a regañadientes, renegando de las etiquetas, “porque es como encasillar las canciones en la misma búsqueda y no es así. Mi intención es hacer canciones básicamente. Pero a medida que pasa el tiempo, quiero ir rompiendo también algo de la canción, poder interpelarla de alguna forma, romper ciertas cosas que quedaron establecidas quién sabe por qué”.

Con el paso del tiempo, vinieron “Mi casa no tiene paredes” (2010), “El funeral” (2013) y “Mundo debajo del mundo” (2017), siempre encarando la búsqueda incesante de nuevas formas de decir y transmitir a través de un amplio repertorio de canciones despojadas de todo artificio. El arte de Adrián Berra es una casa inmensa de puertas pequeñas que no tienen cerradura, que se abren con la simpleza de un impulso y no vuelven a cerrarse. Dentro de ella, sucede la magia, que baña las paredes y a quienes se prestan a escucharlo, como quien aproxima su oído a un mensaje en voz baja. “Creo que se trata de hacer cosas complejas con herramientas sencillas. Igual, tiene que ver con el receptor, si te abrís o no a recibir esa data. Lo mismo ocurre con los estilos en materia musical. Mi presentación no es desde la complejidad. Entonces, es presentar algo de una manera; pero para pasar, hay que correr la mampara. Hay algo de la sobreintelectualidad, que es como presentarse como complejo. Y yo lucho con eso permanentemente. Me parece interesante que la complejidad esté detrás de la simpleza”.

De su primera presentación en Formosa, en el centro cultural “El Fuelle”, confiesa: “No tenía expectativa de nada, porque no conocía el lugar, no conocía la ciudad. Y veníamos a ver con qué nos encontrábamos. Me llevo mucha calidez. Fue un concierto pequeñito pero cercano, cálido. Me voy muy contento, conociendo gente nueva y un espacio cultural como ‘El Fuelle’, que me parece súper importante que exista. Creo que está buenísimo para volver”.

En ese encuentro “cercano” y “cálido”, artista y público trazaron límites cada vez más difusos con el correr de los minutos. Y en esa cercanía, la improvisación con la rima, el juego permanente con la palabra y un puñado de anécdotas daban cuenta de su posicionamiento en el arte: “Es como una búsqueda que yo tengo de llevar de a poco el concierto para el juego y la improvisación, de llevar el concierto para el lado de la frescura y generar momentos que sean únicos de ese espacio. Entonces trato de generar momentos que lo justifiquen. Y voy encontrando las maneras, las formas y las excusas para hacerlo. Y la décima es una linda excusa para generar un momento de improvisación colectiva, que me gustaría experimentar aun más. Que el público tenga parte en la cuestión y no sólo se limite a aplaudir. Esa conexión con la gente me hace sentir bien, sobre todo si estoy actuando solo, con momentos lúdicos y espontáneos y que ocurra algo distinto en cada lugar, al margen del repertorio que uno tiene”.

Hay en Berra una intensión a tiempo completo entre el poeta y el músico, que -lejos de medir fuerzas- se retroalimentan según las circunstancias que le son dadas por la exploración de su mundo intimista: “La verdad es que la faceta lírica y la musical en mí están muy ligadas. Pero a medida que va pasando el tiempo, voy calando más en la parte musical. Por ejemplo, yo podría dejar de escribir, pero no podría dejar de tocar la guitarra, que es algo que fue ganando terreno. Empecé con la poesía; pero después, cuando me regalaron la guitarra, comencé a musicalizar lo que escribía. Disfruto más de tocar la guitarra que de sólo escribir, porque mi mundo es el de la canción. La poesía en mí funciona como un marco para que la canción pueda ser. Aun así, no quiero cantar cosas que no me gusta lo que dicen. No puedo cantar algo banal, porque también es importante la letra, incluso desde la simpleza y por su propia musicalidad. La canción que a mí me gusta no tiene que ser grandilocuente”.

En la permanente búsqueda de su propio decir, su propia poética, se nutre constantemente de los más variados géneros y estilos musicales, lecturas y experiencias: “Me gusta leer a Castaneda, Huxley, Hermann Hesse… Me parece que la poética no debe ser compleja ni simple para ser buena. Hay que encontrar el lenguaje y poder tener un lenguaje propio. En lo musical, siempre estuve ligado al plano de los solistas: Miguel Abuelo me caló muy hondo, María Elena Walsh, Eduardo Mateo, El Príncipe, Lennon -más que Los Beatles, por ejemplo- Atahualpa; Charly, un montonazo. Ya más adelante, aparece Drexler. Ahora estoy copado con Walter Ferguson, que hace calipso, que es como un isleño que está ahí con su viola cantando cosas de la isla. Esas cosas me gustan. Después, por la estética que manejan, la islandesa Ólöf Arnalds o el portugués João Afonso. Cada uno con su estética. Me gusta escuchar cantores de distintas regiones”.

Quizás por ese amplio abanico de posibilidades que le ofrece frecuentar artistas en principio disímiles, rechaza de plano una mirada purista en la música y se planta como un explorador que emprende la búsqueda de la belleza desde la sorpresa y el arrojo: “No soy un intelectual de los géneros y me gusta combinar diferentes estilos y estéticas, captar el estado de algo y que te lleve desde la simpleza a donde deba llevarte”.

Desde su universo, que es como si lo retratara en voz baja, casi al oído, este hacedor de canciones propone una regresión hacia el niño que alguna vez llenó nuestros días y que por alguna razón -no necesariamente cronológica- dejamos fuera; un espacio donde ser en libertad, al desentrañar la espesura y la austeridad que supone la adultez: “Yo trabajé varios años en un jardín de infantes. Y eso me cambió la cabeza completamente, porque me hizo conectar con el juego, con eso que está relacionado con el niño pero con el adulto a la vez. Para mí, el adulto es un niño que nunca dejó de ser tal. El niño todavía no es adulto, pero el adulto sigue siendo niño. No es algo que uno pierde sino que no lo habilita. En realidad, cuando le hablás a un niño y lo hacés jugar, siente lo mismo que un adulto en esas circunstancias. Pasa que el adulto lo reprime. Entonces, en estos espacios, hay un grupo de personas que se habilitan a jugar y allí aparece algo de la niñez, al sacarle la solemnidad y la intelectualidad al adulto, que a veces están muy por demás. Me gusta explorar el niño en el adulto. Tenemos esa falsa idea de que el adulto se ocupa de las cosas importantes y el niño de las pavadas. Me parece que eso no es así. Luis Pescetti es un claro ejemplo del trabajo honesto con los niños, porque no los trata como tontos. Entonces, yo creo que desde el juego a veces se puede trabajar mucho más la profundidad. Y lo más lindo que puede tener una canción es que les guste a los padres y a los niños. Porque las canciones hablan de cosas que a veces los niños no entienden, pero por algún lugar les llega. En este sentido, las canciones están muy ligadas a la imaginación y tienen que ver con crear, crear mundos. A mí me encanta que a los niños les gusten mis canciones, pero yo no hago canciones para niños. Yo hago canciones. Porque en la música nada es lo que parece. Pero sólo lo descubre el que quiera entrar; que lo descubra quien lo quiera descubrir, sin que esté demasiado evidente. Como encontrar la sutileza, el arreglo que suena allá de fondo, que no está puesto al frente, porque penetra en el inconsciente. Es allí donde se da la verdadera comunión con la música. Como ir escondiendo tesoros por la casa y, en determinado momento, encontrarte con ellos”.

Debajo del mundo de Adrián Berra, hay un viaje perpetuo por la sensibilidad infinita, un farolero encendiendo el aire, una vida de porcelana y de marihuana, un colectivo recorriendo anhelos, tiempos azules en el viento... Y siempre la poesía, que continuará existiendo, diciendo y trazando mundos, cuando todo estalle.

Washington



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