Una mujer sujeta una jaula recién comprada. Ambas son ocupadas por el silencio. La jaula, todavía deja pasar el aire. La mujer, no.
(de Siesta)
*
Miré el cielo y seguía extraño e impiadoso.
El olvido es un animal que come su placenta cuando regresa desde cada una de mis llamadas.
(de Siesta)
*
El día nace como un mineral absoluto. Por más que estire mi esfuerzo, no logro tocar ni la mínima respiración de un árbol.
El viento está, pero caído.
Hoy vendrán a conversar mis muertos.
(de Siesta)
*
La opción
Por lo menos
antes
teníamos al montecito
como para ubicar la referencia
de las siluetas sensitivas.
Nos acostumbramos a ver
hacerse la luz
desde el suelo de las sombras
cuando éstas
venían inyectadas de sal
por la estrella provinciana del sur.
Ahora
que han bajado el montecito
y el carancho aísla
su embudo de carroña
que, pronto trocará
en enloquecida esfera
de infinita nada,
no habrá
opción más práctica
que sentarse frente a las casas
a talarse los ojos.
(de Escorial)
*
Casa
A Cuny
Sabe que la casa
remoja su pulso
en la orilla de los años y los espejos.
Sabe que aún
bajan a beber de la piscina
murciélagos rasantes.
Como inquilino
de la habitación trasera
diagramará el conjuro que descabece
la biografía de su nada
(por si otro amanecer
marchita).
Pero,
atrofiada la tarde
funde eucaliptos linderos
y ahoga su naranja
en los vidrios de la tapia.
La lechuza
puede salir
breve
a chillar su calavera.
(de Escorial)
*
Entrábamos al cañaveral
De chicos
la siesta se descuidaba
y entrábamos al cañaveral
a robar cañas.
Para chupar su raíz
para dejarse en la inmortalidad del sol.
El cañaveral
se daba.
Allí encontramos
a la mujer cantando arriba
de la piedra aborigen.
Con una voz larga
traída desde atrás
de la vieja máscara del mundo
mojaba la piedra.
A la piedra
le dolía menos el derrumbe.
A partir de ella
nuestros pasos en los surcos
pisaban sumergidos
en tambores sin límites.
Cuando el aire podía adelgazarse
venía el pájaro iluminado;
el alimentado
con destrozos de cadenas.
Tenía un nido
en cada chimenea apagada.
Un día nos señaló
al caballo agridulce
que batallaba en cada sueño
de sus alas.
Nosotros lo hicimos de mármol vivo
y lo posamos en la plaza principal
intentando no olvidar
hacia dónde
se respira.
Pero
el ojo del capataz nunca
era seco
y salía a cazarnos
a nosotros
a nuestras cañas.
Ojo de perro
ojo de pozo
y una lluvia negra
como sinfonía enferma.
Escapábamos
con los pies en nuestro pájaro preciado.
Tropezando con cascos de soldaditos
incendiarios de cerros y flores
con lenguas de corbatas
y sus cadáveres retóricos en cada baúl.
Pero
estaban los huesitos benditos
que olvidó el silencio
para tirarnos luciérnagas
y abrirnos el viento de salida.
Sé que siempre
andaré volviendo al cañaveral
como hacia un espejo del entendimiento
del mapa de lo cercano
para salir de él
con los ojos ciertos
cargando un hijo
entre las manos.
(Inédito)