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La delincuencia infanto-juvenil ha crecido en las últimas décadas hasta alcanzar cifras porcentuales que demuestran una disfunción de la sociedad y de los órganos de gobierno para dar respuesta a esta problemática.

El tema tiene que ver con el crimen de Jonathan Lezcano, el estudiante de la EPET Nº 2 asesinado en el barrio San Miguel de nuestra ciudad. La Justicia provincial acaba de procesar a una persona por el delito de “homicidio agravado por la participación de menores de edad”.

Aunque este hecho ocurrió en 2018, la realidad del país muestra una frecuencia alarmante de casos de menores de más corta edad que cometen delitos, no sólo leves (hurtos, daños), sino graves (robos con armas, homicidios), generando una sensación de inseguridad por la impunidad que se les agrega. El miércoles último, sin ir más lejos, cuatro ladrones inexpertos (se presume menores de edad) asaltaron una pizzería en el barrio porteño de Boedo causando pánico entre los comensales y dejando tres heridos.

Determinar cuál es la causa de esa delincuencia es una cuestión compleja. Puede derivar de variados factores, como la transformación del grupo familiar con desequilibrios estructurales de sus componentes (alcoholismo, drogadicción, conductas antisociales, delictivas, etc.), deserción escolar, desempleo, carencia de valores y de modelos adecuados de identificación, abuso de alcohol y de drogas, las películas y los juegos con alto contenido de violencia, etc.

La Justicia tiene dos enfoques para esta problemática: uno “proteccionista”, que sobre la base de la Convención Internacional de los Derechos del Niño considera al menor como una víctima de su propio delito, siendo el resultado de su medio, y por ello dispone de una serie de medidas de cuidado (internación, etc.), a fin de evitar que ese chico/a continúe con su actividad antisocial o delictiva. Y otro denominado de “responsabilización”, en el que el menor, independientemente de su edad, es considerado un ser responsable, que elige su proceder y que en consecuencia merece responder por sus actos ilegales con una sanción represiva del Estado, en donde el centro de atención ya no es el chico/a sino la sociedad frente al delito, aplicándosele por ende medidas correccionales como a los mayores, aunque mitigadas en cuanto a los lugares de internación y tratamiento asistencial.

Lo más adecuado, a nuestro entender, sería combinar la protección de las y los menores y además su responsabilidad penal, asumiendo un criterio de justicia restaurativa sin violación de los derechos esenciales de la niñez, pero considerando a su vez la situación de la víctima del delito, no dejándola desprotegida.

Sea cual fuere el sistema preferido, lo cierto es que la delincuencia juvenil demanda de una estrategia global planificada, de una política criminal seria que abarque el tratamiento de todos los factores que la generan en su conjunto, no aisladamente como se pretende al legislar aumentando las penas o reduciendo la edad de imputabilidad. Esto, que es opinable, puede constituir un instrumento de acción, pero nunca será suficiente.



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