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De maestros pioneros del Oeste formoseño

Colaboración: Profesor/escritor Guillermo Antonio Fernández (Ingeniero Juárez – Formosa) - (Segunda Parte)



II - MAESTRO TEÓFILO RAMÓN YBÁÑEZ

Quien ha tenido la oportunidad de trabajar en escuelas rurales de la zona Norte de los departamentos Matacos o Bermejo sabe que el nombre del maestro Ybáñez aún resuena entre las aguas presurosas del Pilcomayo y el crujir del monte circundante, cuando no en las voces mismas de criollos y los hermanos originarios, tobas y wichís, ancestrales merodeadores de la zona.

Si hay nombres que perdurarán, puedo asegurarles que el de Teófilo Ybáñez será uno de ellos, pues no he hallado habitantes entrados en años de aquellos lares que no lo hayan tenido de maestro y recuerden sus enseñanzas.

Aún me parece ver al amigo Juan Larrea (F) de La Mocha, cuando cierta vez lo entrevistara y me contara de aquel maestro y su señora, jovencitos, que encabezaron y organizaron la salida del pueblo de la comunidad de Sombrero Negro cuando el agua llegó primero en silencio para después avanzar sin reparos hasta cubrir los techos del caserío y la escuelita.

El hombre me recibe en su casa de Ingeniero Juárez, su sonrisa es amplia y sus movimientos continuos, mueve los brazos y tiene la mirada directa, es un hombre inquieto. Muy amablemente me hace pasar, allí está su mesa de trabajo y, ni bien ingreso a la vivienda, veo infinidad de diplomas y otras instantáneas que reflejan sus años de inveterado docente. Luego de presentarme y darle a conocer mi cometido, lo dejo hablar:

“Nací en San Francisco del Monte de Oro, San Luis, tengo 78 años”, dice orgullosamente. “Me recibí de Maestro Normal Nacional en el año 1969 en San Francisco del Monte de Oro. Las escuelas normales eran muy prestigiosas en la formación de maestros y la de San Francisco era la institución más importante del Norte puntano; también se encuentra allí la escuelita que fuera fundada nada más ni nada menos que por Domingo Faustino Sarmiento, en la que supo enseñar con tan sólo 17 años; su tío fue José de Oro, un religioso a cargo de la educación de su sobrino”, aclara Don Teófilo, como muchos lo llaman. “Mis padres fueron Herminia Aberastain (San Francisco) y Claudio Ibáñez (La Rioja).

Éramos diez hermanos, de los cuales, cinco varones, y cinco mujeres. Ahora quedamos sólo siete. Cosas de la vida, vio”, aclara con cierta nostalgia. Luego prosigue: “Ni bien me recibí de maestro, quise trabajar, y como yo tenía un hermano que vino como maestro (Víctor Claudio Ibáñez) y se hallaba trabajando en la zona de Laguna Yema (Escuela Provincial N° 45 ‘América Latina’), me sugirió venir a la provincia. Cuando llegué, tenía veintiún años y estaba soltero.

Empecé en Laguna Yema en 1970. Allí conocí a quien sería mi esposa, Berta Magdalena López, también docente, de Villa Dolores, provincia de Córdoba. Con ella formé una hermosa familia y tuvimos tres hijos: Marcela, Carolina y Javier, a quienes adoro. A fines de 1971 decidimos ir a la Escuela Provincial N° 83 de Fortín Lugones. Estuvimos poco tiempo, pues recuerdo que en la pensión en la que parábamos se hallaba alojado un inspector de Nación de apellido Asprelli. ¿Cómo olvidarlo? -dice entre risas-, si gracias a él vinimos a esta zona -esgrime el ponderado maestro- y me terminó ofreciendo una dirección a cargo en la zona Oeste de Ingeniero Juárez, y otro cargo para mi señora. Así fuimos a parar a la Escuela Provincial N° 76 de Sombrero Negro, a orillas del río Pilcomayo. Fue en la década del 70 que nos establecimos. Al principio estuve sólo hasta organizar la escuela.

Recuerdo que cuando estábamos en Ingeniero Juárez, donde solíamos parar, lo hacíamos en un hospedaje de las hermanas Herrera, que hoy ya no están. Recuerdo que otro supervisor de apellido Marechal (correntino) nos recomendó la casa de Don Manuel Nacif, que tenía negocio en Sombrero Negro y se iba todas las semanas para abastecerlo. Fue Don Manuel quien me llevó por primera vez. Me gustó Sombrero Negro, lindo pueblo, bien conformado, quizá más grande que Pozo de Maza por entonces. Había un grupo de Gendarmería Nacional y otras instituciones básicas.

Recuerdo que ni bien llegué, convoqué a los padres a una reunión. Había como ochenta alumnos, de los cuales el 80% eran aborígenes tobas. Ahí habré estado unos dos años. En el verano de 1974, se produjo la gran creciente que cubriría todas las casas del pueblo; no se salvó ninguna, recuerdo, salimos como pudimos. De la escuelita no quedó ni el techo, era de adobe y tenía una que otra pared de ladrillo. El agua llegó hasta el nivel de la cumbrera, quedó todo inservible. En 1974, el desborde no dejó nada, salvo horcones y animales muertos por cualquier lado; daba pena y miedo, el agua era incontrolable. Ni bien pudimos, me reuní con los padres, la escuela en algún lugar debía funcionar. Así que fuimos con algunos pobladores hasta un paraje llamado Bajo Verde, a unos cuatro o cinco kilómetros del antiguo asentamiento. Allí me quedé solo, aunque un tiempo estuve como director interino en Pozo de Maza, regresando al poco tiempo ya que Berta, mi Sra. esposa, quedaría al frente de la dirección de la Escuela Provincial N° 78 de Pozo de Maza. Por esos años (sonríe) me trasladaba en motocicleta desde Bajo Verde hasta Pozo de Maza; era un poco accidentado el viaje, pero me daba maña para hacerlo. Si llovía, me quedaba en una piecita que había acondicionado. Era precaria, como todo lo que había, pero debía dar clases, los niños no faltaban y el maestro tampoco, lloviera o tronase.

Al año siguiente, 1976, época de los militares, vuelve a desbordar El Pilcomayo, y los pobladores y nosotros terminamos reubicándonos desde el viejo Sombrero Negro a otro paraje denominado El Quebrachito. Todavía perdura el aljibe de la escuelita. Hasta allí trasladamos a hombro el pesado mástil que nos donara la Gendarmería en Sombrero Negro. También pudimos rescatar una campana. Hoy ambos elementos se encuentran en el nuevo edifico de la Escuela Provincial N° 76 Nuevo Sombrero Negro - La Rinconada.

El director Ybáñez, junto a su esposa y docente, Sra. Berta López, en la Escuela 76 de Sombrero Negro, en izamiento del pabellón nacional.

Como mi señora después sería la directora de la Escuela de Pozo de Maza y había muchos hijos de aborígenes que querían estudiar (por ejemplo -acota-, de Pescado Negro, Vaca Perdida y otros parajes cercanos), decidimos hacer una reunión con todos y así se los ubicó en la cabecera de la pista de aterrizaje, donde formarían una nueva comunidad. Desde allí podrían enviar a sus hijos a aprender a leer y escribir, como nos pedían los padres. Todos se movilizaron y lo logramos, Dios mediante. A mí siempre me gustó organizar y me agradó ayudar a que muchos hijos de los habitantes de la zona pudiesen también recibir las primeras letras. Siempre creí que era mi vocación, más allá de la obligación. Trabajamos mucho con pobladores como Lávaque de Pozo de Maza, que ponía su camioneta y trailer a disposición para hacer las mudanzas. No olvido que al poco tiempo se creó la Comisión de Fomento de Pozo de Maza. Siempre seguimos trabajando en común acuerdo, incluso con el director de la Escuela N° 5 de El Quebracho, cuyo director era Juan Elvaz, muy entusiasta y organizador de actividades interescolares y que tanta vida le daba a la zona, con torneos deportivos.

Al cabo de hallarme trabajando un tiempo junto a mi esposa en la Escuela Provincial 78, nos vamos a la N° 284 del viejo Santa Teresa. Allí permanecimos un par de años”.

LA PRESIDENCIA DEL CONSEJO DE EDUCACIÓN DEPARTAMENTAL Y SU LABOR FUNDADORA

“Posteriormente, gano un concurso para director y obtengo la dirección de la Escuela Provincial N° 319 de Ingeniero Juárez. Nos vinimos todos, con mis hijitos y mi esposa, que tomó la dirección de la Escuela N° 24 de esta ciudad.

Al final, en 1986, cuando la hermana Ángela obtiene la jubilación, soy designado como Presidente del Consejo Departamental de Ingeniero Juárez, hasta que me jubilo.

Durante el ejercicio del cargo de Presidente del Consejo de Educación Departamental (hoy Delegación Zonal), pude concretar la creación de diversas escuelas, entre las que puedo mencionar a la 498 de barrio Viejo; 484 en barrio San Martín, otra en barrio Toba, la 440; y luego la 482 en barrio Esperanza. Finalmente, la 293 sería fundada en barrio Agua Potable (trasladada desde La Florencia). En total llegué a fundar cinco escuelas en la localidad, algo que consideré era necesario por la numerosa matrícula que observaba”, esboza finalmente el gran e incansable maestro Teófilo Ramón Ybáñez. Su rostro denota el entusiasmo de un niño que desoye a la fatiga. No obstante, es el mismo hombre, otrora niño, que estudiase en la escuela fundada y donde también ejerciera el magisterio un gran argentino, un sembrador de conocimiento, el gran Domingo Faustino Sarmiento, de donde quizá se contagiase del monumental mérito de fundar escuelas y educar al soberano, como decían que solía decir el ilustre maestro argentino. El maestro Ybáñez aclara que tuvo la dicha de estudiar en la Escuela Nacional Normal del mismo pueblo donde ejerciera el gran pedagogo.

Una de sus cinco escuelas creadas: la 498 de barrio Viejo, a la que asistiera el entonces Presidente de la Nación, Dr. Carlos Saúl Menem.

Pinceladas de antaño: la Escuela N° 284, en Santa Teresa, donde también sentara huellas el ponderado maestro.

Las horas han transcurrido, noto que la noche se cierne alrededor de Ingeniero Juárez, sé que queda mucho por oír aún de labios del inveterado docente. Ciertamente, el hombre se ha sumido en sus recuerdos de vivencias de las que ha sido parte decenas de años. Tantos, tantos recuerdos como esposo, padre, maestro jubiloso y andariego, y luego como Presidente del Consejo de Educación Departamental (casualmente, hoy una de sus hijas, la profesora Marcela Ibáñez, es delegada zonal, cargo que por aquellos años ejerciera su propio padre, un verdadero motivo de orgullo).

No dejo de preguntarme cuántas imágenes pasarán hoy por la mente de nuestro admirado maestro. Los años han pasado y con ellos los amigos, algunos familiares, lugares, escuelas, situaciones, algunas alegres, otras tristes, pero tan humanas que sólo un docente rural que ha dialogado con las paredes en las noches interminables puede esbozar el magnánimo sentimiento de amor que aflora a la hora de educar a los niños formoseños.

La entonces esposa y docente, Sra. Berta López de Ybáñez, en un acto en la Escuela 319.

No voy a negar la afectación que me depara haber realizado esta nota a dos grandes y nobles docentes, un varón y una mujer, cada uno de ámbitos diversos, de miradas diferentes y, sin embargo, unidos por la misma vocación casi sacerdotal: la docencia, que es también una manera de amar mediante la entrega del voto de enseñar a leer y escribir, a aconsejar, a organizar (porque el maestro de antes era y hacía de todo, tenía autoridad, era respetado…).

Cuánta dignidad hay en ellos, cuánto afecto aún perdura en sus miradas, como si aún estuviesen frente a un mudo pizarrón del que sólo ellos han sabido sacarle conocimientos, muchos de los cuales aún perduran en las mentes y las retinas de quienes han tenido la dicha de ser sus alumnos, criollos y hermanos originarios, tobas y wichís, unidos por un abecedario como si fuese un hermoso rosario, sin lograr jamás olvidar las palabras más sabias: “Hay que aprender para ser”.

Deseo aclarar que, desde la Delegación Zonal Matacos -Ministerio de Cultura y Educación Formosa- y el Centro de Estudios Históricos Sociales y Culturales (CEHSyC), provincia de Formosa, se hace llegar también a todos los maestros, eternos hombres y mujeres que estuvieron, están y estarán en cualquier infaltable escuela y cuya causa en su paso por esta vida fue y seguirá siendo el bello arte de enseñar: el más emotivo reconocimiento de generaciones enteras a aquellos educadores, cuyos pasos aún son recordados por las nobles enseñanzas y entrega sin igual.

¡Ya han obtenido el bronce y es loable no olvidarlos jamás!

¡Gloria a los maestros que han sabido enseñar con el corazón!



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