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Severa dolencia



Siendo ministro del Interior de Néstor Kirchner, allá por 2006, el polémico Aníbal Fernández pronunció una de sus frases más controvertidas: “La inseguridad es una sensación y los medios la generan”.

Pasando a la inflación, y luego del alarmante 6,6 por ciento de febrero, que la llevó a superar el ciento por ciento anual por primera vez en más de tres décadas, ni el locuaz polifuncionario -hoy, paradójicamente, ministro de Seguridad- se atrevería en este momento a hablar de una “sensación”. La inflación es real, existe, como la inseguridad, que lleva varios años creciendo en todo el país.

Tras el recordado “uno a uno”, y luego de un proceso medianamente estable durante el primer gobierno kirchnerista, el índice de precios comenzó a aumentar hasta volverse nuevamente un problema en la segunda gestión de Cristina Fernández, agravarse con Mauricio Macri al frente de la Casa Rosada, y desbocarse en el último trienio, ya con Alberto Fernández como titular del PEN.

En el último tiempo, la inflación ha producido un fuerte incremento de los precios en diferentes rubros, en especial, los vinculados con los alimentos. El 6,6 por ciento de febrero, y lo que ya se estima será el índice de marzo, no configuran el mejor de los cuadros para un gobierno necesitado de fortalecerse de cara a las elecciones generales de este año.

Pero ese es sólo el efecto político de la crisis inflacionaria. La peor de las noticias es todo lo que padece la población debido a esa suerte de impuesto fantasmal que es el ajuste a través de la constante depreciación de la moneda, y la paralela pérdida de poder adquisitivo de los salarios.

Las consecuencias están a la vista y también son palpables, no una sensación: el núcleo duro de la pobreza crece, mientras las y los autores de las medidas que agigantan este deterioro social buscan culpables lo más lejos posible de sus respectivas administraciones.

Lamentablemente, la inflación dejó de ser entre los argentinos/as un hecho económico para tornarse una práctica cultural. Cada uno/a en su medida, desde el más humilde ciudadano/a hasta las más poderosas corporaciones formadoras de precios, aporta lo suyo; el primero para cubrirse las espaldas y las otras para maximizar ganancias no siempre razonables. En el medio, un Estado que no logra rediseñarse y maquilla sus propias culpas tratando de cubrir los agujeros que fabrica a diario.

Los economistas hacen en esta materia un aporte invaluable, aferrados a las recetas que propugnan, en una guerra de “cerebros” que se resuelve en los medios, olvidando que no se discuten teorías literarias sino la mismísima vida de la gente.

Nadie parece tener la necesaria vocación de grandeza como para comprender que ya no se trata de teoría sino de práctica y que las y los iluminados de las últimas décadas fracasaron. Y el país con ellos/as.

La pregunta que se impone es si en un año electoral la dirigencia política habrá de plantearse la necesidad de acordar sobre un programa que represente un compromiso general o si seguirá renegando de la “herencia recibida”, sin hacerse cargo de la severa dolencia que nos afecta como sociedad.



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