Sometida a una crisis tras otra, la Argentina sufre graves problemas económicos y sociales. Si tuviéramos que hacer un ránking sobre los temas que preocupan a la gente, deberíamos dividir la situación en dos: los aspectos coyunturales y los estructurales.
Entre los primeros figuran aquellos que necesitan urgente solución, como la inflación, el desempleo y la inseguridad. Entre los segundos, aquellos que se han ido manteniendo -y muchas veces multiplicando- con el correr de los años y que necesitan de políticas de Estado a largo plazo, como la salud, la educación y la vivienda.
El déficit habitacional no es nuevo, lleva décadas, pero representa un desafío bravo para las autoridades, incluidas aquellas que, en su momento, en un exceso de optimismo en un país incierto como el nuestro, jugaron a ponerle fecha al logro del déficit cero en este rubro: meta que, por supuesto, en lugar de alcanzar vieron alejarse.
El lunes último se sortearon 620 viviendas de La Nueva Formosa. Gran noticia para los felices preadjudicatarios/as. El dato más fuerte, sin embargo, es que había casi 26 mil familias esperando ser favorecidas. Haciendo números redondos, 25 mil de ellas deberán seguir soñando con el techo propio; muchas de ellas -habida cuenta el desfinanciamiento de este tipo de obras por parte del Gobierno nacional- por varios años más.
A un promedio de cuatro integrantes por grupo -la llamada familia tipo- estamos hablando de 100 mil formoseños/as; esto es, una sexta parte de la población total de la provincia, sin contar las carencias habitacionales en el interior.
A mediados del siglo pasado hubo una fuerte inversión del Estado en la construcción de barrios destinados esencialmente a trabajadores, hasta que en la década de 1960 apareció un nuevo fenómeno, el de conglomerados vulnerables. Familias que se fueron instalando en casillas precarias en las cercanías, sobre todo, de las capitales provinciales, y que obligó a las distintas gestiones gubernamentales a poner allí sus objetivos, a través de los denominados “planes de erradicación de villas inestables”.
Pero las iniciativas estatales no alcanzaron nunca a paliar el crecimiento geométrico de los asentamientos improvisados que fueron surgiendo a lo largo y ancho del país. Con un aspecto no menos importante: muchas familias que tuvieron la dicha de recibir sus casas sociales no las pagaron nunca, lo que durante años redujo drásticamente la posibilidad del Estado de poder invertir en nuevos complejos habitacionales.
La vivienda ya no es sólo un bien económico: se ha convertido en un elemento integrador de las familias. La carencia de un hogar propio obliga a destinar buena parte de los ingresos al pago de un alquiler, impuestos y expensas, entre otros gastos.
El Estado, pues, debe dar respuestas a esta situación. Eso sí, corrigiendo todo lo que se haya hecho mal antes: fijando criterios de equidad para otorgar soluciones, en primer lugar, a los sectores más vulnerables, y así sucesivamente, y cuidando que haya recupero de las inversiones; o sea, que las y los adjudicatarios paguen religiosamente sus cuotas.