La fotografía es precisa. Perfecta. Nítida.
Allí donde las aguas del río Negro cesan su cauce en la inmensidad del mar y se produce la maravilla. La comunión de dos fuerzas que deviene en un color viscoso, amarronado. De cara al ruido blanco de ese Big Bang marítimo, las rocas resisten la erosión del paso del tiempo sobre un terraplén milenario, el aire implacable que las acaricia con bravura.
Más cerca del borde, alguien reposa absorto en una silla de playa. Es un niño apenas que puede ignorar el estruendo a sus espaldas y posa su mirada sobre un punto amplio del paisaje: los huecos sobre el paredón donde habitan las aves son los rostros que le hablan, le revelan cosas, le dictan aún hoy canciones que suelen mudar en una epifanía a cierta hora del día.
De esta mezcla extraña de celuloide y cristal líquido nació “El rostro de los acantilados”, octavo álbum de estudio de Lisandro Aristimuño, un extracto fiel de su madurez artística y creativa que parece estar lejos de alcanzar límite alguno, a veinte años del lanzamiento de su primer trabajo discográfico, “Azules turquesas” (2004). En regresión a la naturaleza, a sus orígenes, al viento gélido de su Viedma natal luego de su introspectivo “Criptograma” (2020), el artista salió de su estética de ostracismo y se entregó de lleno al paisaje, siempre fiel a ese vaivén natural que lo lleva a balancearse sobre la madera y la máquina, lo electrónico y lo orgánico, la quietud del Sur que atesora y la neurosis de la gran ciudad, que lo supo consagrar como uno de los músicos más respetados de su generación.
Las luces del Complejo Cultural “Guido Miranda” de Resistencia abrieron la noche como un firmamento bruñido. Y una pregunta cargada de intensión sonora se abrió paso en las programaciones: “¿Qué pensás si te abrazo como cuando uno abraza el Sol?”. “Tu mundo” [“El rostro de los acantilados” (2023)] prometía de esta forma revivir una postal desde la reminiscencia más intimista de su autor, que en la oscuridad de su atuendo (al igual que sus músicos) dejaba entrever -bajo su chalina grisácea- tatuados a fuego a los Nine Inch Nails [NIN] en su pecho, como pista de que esta vez la pulseada entre la máquina y su banda sería algo más acérrima, oficiando él de puente a lo Trent Reznor.
La claustrofobia pandémica de “Criptograma” (2020) llegó en color violeta con “Señal 1”, entre frecuencias hipnóticas que nos atravesaron como cuerpos celestes: “Late una señal, / cura lo invisible / en el despertar, / en lo incorregible”. Y de nuevo la pregunta que ofició siempre de mantra terapéutico: “¿Cómo voy a hacer para ser más libre?”.
“Príncipe de lata” [“El rostro de los acantilados” (2023)] envolvió el ambiente de un rojo espectral y dio paso a la ternura derramada a través de un sonido marcado por el ritmo preciso de Martín Casado en baterías. “Yo no convencí tu amor, / todo era tan real / como cuando ves tu luz”, parecía decirnos en un tono cada vez más confesional y honesto.
Como un salto estrepitoso en medio del cosmos, “Constelaciones” (2016) derramó su azul como agua tibia y nos habló del oficio de paternar entre las melodías de un disco algo más luminoso y franco. “Tres estaciones” da por sentado un juego donde vivir los afectos parece ser la tarea más sencilla. “Quiero volar, / amontonar tres estaciones; / oír tu voz / y contemplar los girasoles”, un anhelo que se desliza suavemente entre los acordes de teclado de un sensitivo Ariel Polenta.
Pero a toda luz le sigue su espectro. “Sombra 1” [“Criptograma” (2020)] nos habló de arrastrarse entre fantasmas ausentes en mitad de un latido desacompasado, una alegoría de la incomunicación cifrada por pantallas y algoritmos siniestros: “De tanto pensar, / ya no necesito tu memoria, / si lo que se queda se transforma / y me desordena el corazón”.
Los afectos cercanos siguieron con “1986” [“El rostro de los acantilados” (2023)] en clave futbolera, que comenzó a darnos calor y puso a Lisandro a probar su pulso en el redoblante. Ya sin abrigo y sin chalina, ensayó unos cánticos de cancha que repitió en las programaciones, al son de un ya clásico Víctor Hugo Morales extasiado de fervor, como un acompañamiento de rap que se agigantó en un grito triunfalista. “Hoy, las primaveras guiarán en alamedas; / tu vida entera brillará”, fue aquella promesa fraterna que el artista repitió evocando esa niñez entre una danza tribal y los sonidos cósmicos que ensayaba entre programaciones, fx y samplers descontrolados. Maradona y las luces celestes y blancas hicieron el resto.
Aquella suerte de lisergia febril de “39°” (2007) llegó con “una versión que nos está gustando mucho. Y jugamos un poco ahí a otra cosa, que está bueno eso también”, confesó. La exploración lúdica reinició en los sonidos espaciales que trazó con entusiasmo, a los que fue incorporándose progresivamente la banda. “Para vestirte hoy” comenzó a despertar el costado rockero del show: “Puedo descontracturar todo tu veneno / y hacerlo caracol en el suelo”.
“Los niños del amanecer” [“El rostro de los acantilados” (2023)] trajeron de regreso la espesura del azul sobre el suelo áureo que anticipa una nueva luz. Una explosión melódica invadió los cuerpos en ese trance lúdico que Lisandro emprendió con un Carli Arístide extasiado por el sonido de su guitarra. Un juego de niños que acaso alguna vez, algún verano, evocaron frente al acantilado que les revelaba una infinidad de rostros: “¿Y cuánto tiempo deberás nacer?, / ¿cuánto tiempo deberás crecer? / Yo soy el que nunca escuchó. / Soy ese árbol del planeta azul”, se define irremediable.