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LA CRUELDAD DE LA GUERRA EN “ISOLDA, MUERTA DE HAMBRE”, EN “LA HIEDRA 230”

Sueños de trigo en balacera

* Por Héctor Washington



Llevar la tensión dramática hasta el extremo puede, a veces, resultar un acierto. Un terreno donde operan las reglas de lo emocional, casi como caminar sobre un fino hilo de sombra. En “Isolda, muerta de hambre”, las pasiones de su protagonista crecen de forma sostenida con cada pasaje de su vida -lo más parecido a la desdicha-, hasta estallar en un brote de empatía que muda en una conmiseración desmedida al concluir su monólogo.

Sin más espacio escénico que una habitación maltrecha, cruda metáfora de su mundo interior, la figura de Isolda se eleva en cada destello de reminiscencia, como una heroína griega sometida a un capricho divino que hizo de su sueños carne de caranchos; del hambre malsano, su partenaire más miserable; y de la guerra, una pesadilla de la que no conseguiría escapar nunca.

Esperó toda una vida para contar su tragedia, como hilvanando uno a uno los acordes menores de una canzoneta: “Buongiorno, ma sei veramente tu?”. Entre la sorpresa y la necesidad de referir su historia, no hay colores vivos en su atuendo, ni el bordó de la tela que había comprado ni las margaritas pequeñas fijadas a su estampa. El luto sigue aprisionándola, como un yugo en la garganta que no se aventura a romper sumida en el silencio.

Pero Isolda canta aun en la desgracia. Ofrece lo poco que tiene de alimento, un vaso con agua y evoca sus días felices cuando la América era su tierra prometida huyendo de la guerra de su Lombardía natal con el Imperio Austríaco. Cruzar el Atlántico suponía un nuevo comienzo de ribetes bíblicos junto a sus hermanos, su marido y su padre: la capital de un país, la promesa de prosperidad en Asunción, su parcela de tierra y los cultivos de hortalizas… Todo aquello murió de repente, como se apagó el color de su vestido y adquirió el olor de la sangre.

Su tierra prometida es una trinchera ahora; los hombres de su vida, apenas otros muertos entre los miles que dejó la triple infamia en el mayor conflicto bélico que conociera América del Sur. La guerra se llevó a los suyos, incluso la pena que invadió a su padre y le quitó hasta el último aliento. Pero en su cuerpo siguen las esquirlas de la balacera: su luto interminable, la negrura infinita de la noche sobre su cabeza calva y el hambre corroyendo por completo desde adentro. No hay agua de coco ni aceite de semillas que le devuelvan sus trenzas otrora extendidas sobre el río como redes de pescar la abundancia anhelada, su belleza más lozana recorriendo las calles al son de la música.

Alguna vez, un crucifijo a cambio de unas semillas de trigo parecía ser el mejor trueque y el sueño de la abundancia. No, no era un campo de oro el sembradío sino una balacera de alimento en que podían corretear sus hijos: “Una semina qui, una semina là. E tutta la campigna seminata”. Salvo por el cielo, que anticipó el desastre y acabó con el paisaje luminoso, como acabó también con los estudios de Isolda para entregarla por completo al duro trabajo de sembrar papas bajo la norma capital de su casa paterna: “In questa casa, el que non lavora non mangia”.

Ahora, la guerra se fue llevando a los suyos uno por uno al frente de batalla. Morir en la trinchera de un cañonazo en medio del pecho podía ser un acto piadoso de la providencia, antes que sobrevivir en la orfandad más artera donde lo perdían todo: el pelo, los dientes, el aire, todo hálito de vida. Todo moría en derredor, menos el hambre y la crueldad de los soldados enemigos en el paredón de fusilamiento. El carnicero, el panadero, el hijo del zapatero… todos perecían en las fauces del miedo, en el fragor de la pólvora incrustándose en la carne que, en cierta forma, ya estaba muerta desde el inicio de la guerra.

“La guerra lì o la guerra qui, la causa è sempre la misma”, lamenta nuestra heroína campesina y encuentra la semilla de la inquina en la ecuación universal que puede de algún modo explicar todas las guerras del mundo: “La mente miserable de los gobernantes. ¡Porca miseria!”. Nadie duerme ya en mitad del estruendo, en mitad de la noche derramada como un velo negro sobre las casas en ruinas, las esquirlas, los gritos de pavor que arrojan al llanto incluso al más rudo de los soldados enemigos, que ahora la visita y se permite cortejarla a cambio de unas galletas, una gallina y unas sardinas enlatadas. Cada noche, un nuevo pacto de supervivencia con lo indigno.

“Cuando termine la guerra, voy a llevarte a mi país a casarte”. ¡Qué osadía enamorarse de tu enemigo en la trinchera! ¡Qué muestra degradante de flaqueza! ¡Qué cobardía extrema descerrajarse un tiro ante el desaire!

Cuando terminan las guerras, regresan los muertos a casa aunque estén vivos, aunque caminen entre la gente; son espectros indecibles los sobrevivientes, los desertores, los que no vieron la luz del sol desde el primer estruendo. Entre ellos, el padre de Isolda, que ya había muerto hace tiempo ante sus ojos, junto a su amado, sus hermanos, sus hijos… su simiente más valiosa, que ahora regresa en dolores de parto, en un llanto primigenio de un mundo que se parece al infierno.

El rechazo, el escarnio, la burla y el insulto en la carne de Isolda la hicieron presa de sus vecinos. Sus largas trenzas cortadas a navaja como prueba de su ignominia, la podredumbre que fue obligada a tragar durante tantos años, su exposición como parte de un paisaje nauseabundo que nada tenía que ver con la tierra prometida de su América, con sus sueños de trigo. Y en medio de ese paisaje sombrío, su propio padre: “¡Te lo mereces, mala donna!”.

“¡Muérase, bicho de merda! ¡Reviente como sapo y que se lo coman los caranchos!”, fue la última maldición que brotó de sus labios antes de entonar su canción de cuna: “Ninna nanna, ninna oh. / Questo bimbo a chi lo do?”, y decidir por vez primera: “A este niño no lo doy…”.



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