La crispación colectiva originada en factores de múltiple naturaleza, entre ellos la creciente ola de inseguridad, nos devuelve imágenes dolorosas que en nada contribuyen a sosegar los ánimos y que, para peor, encienden discusiones políticas que ensanchan la brecha ideológica.
Entran en este cuadro conductas reñidas con esa paz social que la mayoría anhela, ajenas a un Estado de Derecho en el que ningún exponente de la comunidad tiene la potestad de hacer lo que se le ocurra, por ejemplo, matar de cuatro tiros por la espalda a un motochorro, como ocurrió esta semana en Moreno, provincia de Buenos Aires. El caso, protagonizado por un policía y un ladrón en in fraganti delito, se investiga como “exceso en legítima defensa”.
Cada vez que detonan este tipo de hechos, se reactualiza el debate no sólo acerca del flagelo de la inseguridad, sino también sobre uno de sus peores lastres: la llamada justicia por mano propia, que -como la aplicación de una fuerza extrema en defensa de un bien material sin que corra riesgo la vida de la víctima del robo- muy poco tiene que ver con la Justicia.
Son apenas instantes en que la falta de reflexión puede llevar a una persona a cometer la locura de intentar repeler un delito por mano propia, sea como víctima directa o en un arranque temerario de auxilio frente a un episodio ajeno. Estas acciones son un crimen contra el Estado de derecho; por ello, las personas que incurren en tales conductas son juzgadas como delincuentes.
Es atendible la aflicción general por la escalada de robos en sus distintas modalidades en todo el país, pero de ninguna manera se puede consentir el linchamiento, la participación de ciudadanos comunes en tareas que no les competen, ni la ejecución de malvivientes por el sólo hecho de serlo. Salvo que efectivamente esté en peligro la vida de la víctima, nadie puede arrogarse el rol de la Justicia con acciones individuales temerarias.
En la Argentina de la inseguridad creciente parece arraigarse esta conducta imprudente e injustificada. Se puede alegar que obedece al hartazgo y la impotencia de ciudadanos/as que se sienten abandonados por el Estado, frente a una ola delictiva que se manifiesta cada vez con más violencia. Pero nada justifica matar a un ladrón porque sí. En caso de que se probara que cometió un delito, es un juez el que debe decidir qué clase de pena se le aplicaría. En un Estado de Derecho, la llamada justicia por mano propia implica, además de un crimen, un peligroso acercamiento a la anomia social.
Así también, la equivocada e insostenible interpretación de la “legítima defensa” como forma de imponer el orden y la justicia reemplazando a los órganos competentes constituye un fuerte llamado de atención a un Estado que, desbordado por el delito, se muestra incapaz de contribuir a que la población recupere la calma perdida y no siga el camino de la violencia.
El modelo de sociedad en el que hemos decidido vivir impide que nos comportemos de ese modo. Podemos asistir a la víctima de un robo. Podemos colaborar con la Policía, en ciertos casos, en la detención de un delincuente. Pero no tenemos derecho a la venganza.