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SOBRE “UN CLARO EN EL MONTE”, DE LAURA LÓPEZ MORALES

Ejercicios de silencio

Colaboración: Federico Torres



“la presa moribunda me miraba

con los ojos de mi amor”

Canción del Pueblo Papago

La poesía, suele decirse, es algo que escapa a las definiciones y también algo mil veces definido. “Por cada poeta hay un concepto diferente”: es algo repetido hasta el cansancio. Sin embargo hay una cosa que, aunque se haya dicho muchas veces, conviene recordar. A lo largo de la historia (al menos desde el siglo XIX en occidente) hay dos posturas que pugnan por un lugar central en el campo poético: una donde la creación artística alimenta al artista, a su ego en el sentido más lacaniano; y otra, de la que me siento más cercano y entiendo más antigua, es la que propone la poiesis como un espacio de silencio, de correr al ego para que hable algo más (el mundo, las musas, la comunidad) a través del poeta. Parafraseando (casi traduciendo, que es traicionando) lo que Eugenia Segura me comentó en alguna charla, el poeta que trabajó en su ego, que lo ha colocado en su lugar correcto, no fuerza al paisaje a decir lo que él quiere, sino que es el paisaje el que habla a través de él. Parece sutil la diferencia pero es cabal: una mirada extractivista, cosificante del mundo, frente a una mirada hacia una otredad, una mirada hacia el mundo como un ente vivo, animado, digno de respeto y silencio.

Laura (esta voz que llamamos “Laura” pero que podríamos llamar “humano/a/idad”) sale al encuentro del mundo a esperar a que la palabra le llegue. Para eso puebla su poesía de silencio: hay que hacer espacio en el aire para que se acerque ese animal tímido. Como los antiguos cazadores o los poetas zen, intenta pasar despercibida; el poema es un ciervo con el cuerpo alerta, un animal que escapa ante el menor ruido mundano. El “claro en el monte” es tanto el claro literal, como también una metáfora del libro, del poema y la poesía: un lugar en donde que encontrar lo que no se espera. Dice el epígrafe de Marosa de Giorgio con el que se abre el libro: “Me deslizo, me aventuro en este bosque/ ...siempre bajo la misma estrella./ No me propongo nada no busco/ nada, encuentro”. Imagino a Laura en un claro de monte frente al claro del anotador o de la pantalla, agazapada; tensionando cada músculo para no mover ni un dedo de más; absorta ante la ocurrencia del poema

a desguarecernos venimos luna

a que nos des también en las costillas

hacenos un lugar en el amor, ahí en tu claro

“donde se revuelcan las bestias más arduas

es todo tuyo

impregnado de vos este aparecernos

las bocas brotadas

enramadas

arbóreas

todo tuyo

y del implacable

nacidas al claro de tu corazón

a desguarecernos”

Hay algo que me puede en la poesía: el trabajo. Y eso se nota en que no haya desperdicio en el poema. Cuenta Galeano (para seguir con la metáfora de la cacería) que, frente al asesinato en masa del búfalo por los colonos ingleses del lejano oeste, los pueblos de las praderas utilizaban desde la piel hasta el último huesillo del búfalo: hacían hilo de pesca con los tendones, anzuelos con el oído interno; trabajaban arduo día y tarde para honrar el espíritu de ese animal sacrificado, sacro. Los haijin no sólo se enfrentaban a las exigencias métricas de los haiku o los tanka, sino que el material sobre el que trabajan, el papel de arroz, es un papel sumamente fino y la tinta es agua pigmentada: no hay lugar al repaso. Por eso ser haijin exige de mucha técnica: cada tipo de trazo ha sido estudiado mil veces antes. En el libro de Laura cada pausa está también pensada, sopesada. Una coma tiene un espíritu diferente del de un corte de verso, su poética explora los límites de esos silencios, que también delimitan la significación y, al mismo tiempo, trata con delicadeza el lenguaje y al lector y al mundo que refiere. Es decir: honra el silencio que rompe. Y una poesía que nace del mundo, es también una poesía que mana del hablar de la gente, del amor por el habla.

“Poeta” también ha recibido numerosas definiciones, y hay una que se repite con diversas versiones pero con un mismo fondo: el poeta es un trabajador de la palabra, uno entre tantos, y, como la madera al carpintero, el material con que trabaja el poeta es el lenguaje, el mensaje mismo, el punto de tensión entre todas las funciones del lenguaje, el corazón de la materia lingüística. Los haikus son siempre mentados como ejercicio de observación, pero pocas veces pensamos en ellos como ejercicios de precisión y, por ello, de silencio. Nuestra manera de escribir actual es mucho más permisiva en el uso del papel y la tinta. Para los escritores latinoamericanos escribir y pensar son la misma cosa. Durante los últimos dos siglos, como mínimo, la poesía fue casi el único ámbito escrito donde las voces de las minorías fueron reproducidas con libertad y respeto: reconociendo no solo las denuncias, sino, además, recogiendo saberes, escuchando

“la poeta

dijo que lo inasible

lo rojo

lo profundo

era mucho

para un solo

minúsculo poema

y es verdad

cierta pretensión desmesurada

para decir una piedra bajo el agua

y es verdad

aprender a respirar para dar aire al impulso

esa única burbuja llegando a la superficie

es todo lo que hay”

Hay un afán precioso en Laura por dejar pasar el habla, una búsqueda sumamente delicada y generosa: cuela a otros en el poema, lo hace con apenas una cursiva, un pequeñísimo giro de la lengua para señalar la polifonía del conversar. De la conversación también toma algunas repeticiones, a veces con sutiles cambios entre sí, que construyen un hilo en el poema y entre poemas. Hace latir algunas frases y palabras a lo largo del libro, como si fueran cantos de pájaros monteces, que enciman sus ritmos sin colarse. Cada poema da la sensación de que estamos invitados a una conversación secreta, de que entramos plácidamente a una charla susurrada, un chusmerío in media res, pero que se puede comprender haciendo el silencio suficiente: “caburé/ caburé/ caburé”. Acaso sea eso la poesía, desde siempre: una ininterrumpida conversación sobre el clima y el paso de las estaciones, el génesis mismo del lenguaje. Una conversación alejada del ruido del mundo. Un claro en el monte donde “la luz que finalmente llega no nos pertenece”.

LAURA LÓPEZ MORALES

Nació en Villa Dolores, Córdoba, en 1976. Publicó los libros de poesía “También afuera es todo esto” (“Llanto de mudo - 2014”; reedición “La Tita Editora” - 2020), “Las desperdigadas minucias”(“Barnacle” - 2015), “La Médula” (“Borde Perdido - 2016). Éste obtuvo la mención Premio Provincial de Poesía de Córdoba.

Coorganiza desde hace tres años el Espacio Poesía de la Feria del Libro de la ciudad de Córdoba. Su poesía forma parte, entre otras, de las antologías “Poemas de las Sierras Grandes, Poesía hacia el Nuevo Milenio”; “Asueto Hojas de Poesía”; “Poesía y Memoria en la Perla”; “20 Años Llanto de Mudo”; “Palabra de Poetas”; “Antología Federal de Poesía Región Centro”; “Órbita Veintiuna Potas Cordobesas”; “Martes Verde: Poetas por el Derecho al Aborto” y en “Panorama de la Poesía Argentina Actual - Bogotá, Colombia.



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