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Por el interés general



Muchas veces desde esta columna hemos reclamado la puesta en funcionamiento del Consejo Económico Social, instituto incorporado a la Constitución en la reforma de 1991, ratificado en 2003, y hasta hoy nasciturus en Formosa (concebido pero no nacido).

En tiempos difíciles como los que atravesamos una y otra vez los argentinos/as, la necesidad de establecer grandes acuerdos sectoriales se vuelve perentoria, tanto en el orden nacional como en nuestra provincia. Sin embargo -pruebas a la vista- cuesta materializarlos.

En nuestro país hay una división entre los sectores con poder de lobby y los que no lo tienen. Diversos intereses corporativos (grupos y cámaras empresarias, sindicatos, etc.) han avanzado desde hace varias décadas sobre el Estado en desmedro del interés general.

Mucha menor capacidad de influencia tienen, en cambio, quienes trabajan fuera de la formalidad, aunque en el caso de las y los desocupados apareció hace unos años la herramienta extorsiva del “piquete”, que también permite medrar a la corporación política, que prospera explotando las carencias de ese sector social.

Frente a la enésima crisis nacional, cualquier posibilidad de buscar un acuerdo económico social debe tener en cuenta que los pactos entre sectores con capacidad de lobby sólo sirven para convenir el reparto de prebendas y el mantenimiento de estructuras obsoletas e ineficientes.

No está para eso la Argentina hoy, con una inflación galopante, su economía que vuelve a estancarse y el nivel de vida de la población que se deteriora día a día, como lo demuestra el alto porcentaje de pobres e indigentes que escandaliza ante las inmensas posibilidades potenciales que ofrece nuestro país.

Claro que existieron acuerdos fructíferos a lo largo de nuestra historia. No muchos, pero existieron. Uno de los que sí funcionó tuvo lugar en la segunda mitad del siglo diecinueve, cuando la política fue capaz de formar “una Nación en el desierto” y construyó “un Estado para la Nación”. También se lograron consensos básicos, más allá de las disputas por las posiciones de poder, a principios de la década del ochenta del siglo veinte, lo que permitió recuperar la democracia y, luego, sortear con éxito un par de asonadas militares.

Por el contrario, cuando se impuso la idea de la intransigencia, de negar los acuerdos fecundos y constructivos, aparecieron las grietas y los hegemonismos. Esa ha sido la constante en lo que va del milenio que transcurre y ninguno de los partidos que tuvieron responsabilidades de gobierno en este tiempo está exento de culpas porque todos incurrieron en gravísimos errores.

El país no soporta más una polarización política tan extrema. Urge un acuerdo, el más amplio posible entre todas sus fuerzas, pero no corporativo. Sólo resultará exitoso uno que logre iniciar un camino virtuoso para el desarrollo de las fuerzas productivas, y así comenzar un ciclo largo de crecimiento económico equitativo.

Un acuerdo que definitivamente haga hincapié en el “interés general”, como lo marca la Constitución, y no en los intereses creados que conspiran contra el progreso nacional.



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