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QUINTAESENCIA

Una noche en puesto “El Catre”

Colaboración: Profesor Guillermo Antonio Fernández - Ingeniero Juárez




Recuerdo que aquella tarde, Sebastián Parada apenas si llegó a estirarme la mano.

- “¡Qué bueno que viniste, Antonio”- expuso, en un hilo de voz, para agregar: -“No son buenos los días últimamente por aquí”. Al principio no le entendí, especulé con que Sebastián andaba atolondrado por cosas del campo. Tomábamos unos mates cuando me dijo:

-“La sequía afectaba como nunca, dijo el amigo. Luego tomó la pava y se puso a cebar muy tranquilamente y, con la mirada hundida en las brasas, me contó aquello que a ustedes transmito después de varios años…

“El Catre no fue la excepción, mi amigo, pese a que aquí tengo una represa que jamás se ha secado”. Y en tanto remozaba el mate, agregó: - “En esos días la tierra se cuarteaba como cuero viejo y los cuervos y caranchos revoloteaban la casa desde bien temprano. Al final, terminé por acostumbrarme al revuelo oscuro, las moscas, los graznidos, las nubes que amagaban y desaparecían, y el sol, ¡sí!, ese caldero brutal que convertía el monte en brasas y sofocaba”.

- Por suerte, parece que ahora llueve más seguido, recuerdo que expuse acerca del terrible calor que cobrara algunas vidas por entonces; entre ellas las de don Modesto Coria y su esposa, la popular mala vuelta, doña Clementina Suárez del puesto El Trabuco.

- “Fue en octubre del 2019, advirtiría Sebastián, de repente, parado junto al fuego, pitando un cigarrito de hoja. - “¡Como pa olvidarme de esos días terribles! José me ayudaba en lo que podía y hasta hacía de mecánico. Aquella tarde me pasó la bomba de agua, mascullando que no daba más. Entre que revisábamos la bomba nos sorprendió la noche. ¡Cómo nos costó acarrear agua a balde pensando que, desde la oscuridad, en cualquier momento nos podía picar una yarará o cascabel! Las bateas son grandes y José, a cada rato, me hacía acordar de la bomba. Sin la bomba mucho no haríamos, apenas si lográbamos llenar dos o tres bateas para cientos de vacas. Así que, ni bien los nubarrones comenzaron a cubrir el cielo, me preparé para salir. En dos patadas empaqueté la bomba y la até a la moto. La noche estaba muy oscura. Igual estábamos contentos, al fin llovería”, esclareció Sebastián, en una mezcla de pesadumbre y júbilo, sin dejar de estrujar la bolsita con hojas de coca de entre los dedos. De a ratos, con la mano entornada contra las llamas, repasaba el galpón y los corrales hasta más allá del alambrado, donde el monte se abría, sombrío y quejumbroso. De tanto en tanto, despuntaba el grito solitario de algún zorro errabundo.

- “Si te agarra un chaparrón en estos caminos estás frito”, me acuerdo que le dije al amigo, sin quitar la vista del cielo estrellado. Fue entonces, cuando aquel me miró tan raro que lo desconocí. Ya le dije que Sebastián no fue el amigo de siempre, aunque enseguida recobró la compostura para añadir, llevándose unas hojas de coca a la boca:

- “Aún había estrellas y la luna asomaba soberbia sobre el quebrachal”. Me dio otro mate y agregó, riendo apenas mientras se acomodaba el sombrero: “Aceleré despacio hasta el puentecito de madera. Lo crucé y me detuve. Me ardían los ojos, los párpados se me querían cerrar, ¡tenía un cansancio…! Ponía en marcha nuevamente la moto cuando noté que la bomba se zarandeaba. Fue en esos momentos en que oí el canto del Crespín y no pude evitar dejarme llevar por los recuerdos ¡Hacía tanto que no prestaba atención al canto de un pájaro…! Aunque no me creas, esa noche me sentí jovencito otra vez. Aquí, en El Catre hemos vivido con la familia varios años hasta que los viejos se mudaron a Ingeniero Juárez. Cuando entonces, corríamos como chivatos, sin ninguna preocupación que no sea concurrir a la escuela del Rosillo, porque el maestro sí que era jodido. Durante las tardes, los viejos tomaban mate con tortillas a orillas del fuego, conversaban bajito, por ahí reían, nos llamaban, qué sé yo, cosas de familia. Éramos mocosos y no se nos ocurría meternos en la conversación de los mayores, porque ahí nomás te ligabas el tirón de orejas o te ponían de plantón en algún rincón. Siempre teníamos al canto del Crespín de fondo. Mamá solía decir que el pajarito no dormía, que cuando no cantaba era porque había muerto de tanto cantar. Tal vez por eso me estremecí aquella noche, lo oí clarito varias veces: “Creees… piiin”. El aroma a garabatos y duraznillos perfumaba el monte como nunca, de eso tampoco me olvido.

Para mí, al reflejo de las llamas, creo que Sebastián aprovechó para enjugarse disimuladamente las lágrimas con el pañuelo bordado, con el que de a ratos se repasaba la frente encendida. Le dije que lo entendía, aunque mucho no le entendí en verdad, a no ser que se hallaba tristón porque se dedicaba demasiado al campo.

- “Como te contaba, dijo de pronto, al canto del Crespín lo oí varias veces aquella noche. Serían las diez, las once, por ahí andaba, el camino estaba áspero y mi mente no dejaba de recrear el monótono canto. Extrañamente no se habían aflojado las ataduras, la bomba, ni nada, raro, ¿viste?, igual no le llevé el apunte, porque un relámpago despuntó a lo lejos. La lluvia se aproximaba, podía sentirla en la frescura de la brisa, la hojarasca que volaba frente al flash del faro, el olor a tierra mojada. Al fin llovería...

- “No fue el canto del Crespín, por cierto. De repente, una especie de gemido hizo temblar el monte, un bramido tremendo, y sentí un frío incontenible, recorriéndome la piel. ¡Hasta los grillos parecieron huir, porque nada se escuchó después, a no ser el estruendo desde lo alto!”:
- ¡Sheeeejjjhhhh, sheeeejjjhhhh!

- “La cosa parecía moverse de un lado a otro. Hacer la señal de la Cruz creo que fue el peor error, oí clarito el gruñido antes del temblor que me sacudió con moto y todo. Aquella cosa estaba respirándome en los oídos, podía sentir su jadeo apagado, decía palabras en un idioma extraño, una lengua antigua quizá, no sé. Desde el árbol más elevado brotaba lo que no sé cómo llamarlo:

-¡Sheeeejjjhhhh, sheeeejjjhhhh!.

- Papá, siempre supo decirnos que si algo malo nos sorprendía en el camino no debíamos desesperarnos. -“No hay que provocarlos, hijos”, solía comentar el viejo. –¡Claro!, una cosa es decirlo y otra... Al final, casi me llevo puesto a los gendarmes. Porque avancé a los porrazos, no veía casi nada, el chaparrón se desataba y la cosa aterradora que se desplazaba por encima de los árboles no se me apartaba... Casi atropellé la camioneta de la Gendarmería, atravesada imprudentemente metros antes del cruce de las rutas que une El Rosillo con Ingeniero Juárez, mi destino. Un gendarme corrió tras de mí y me ayudó a levantarme, ya estaba lloviendo, yo no entendía nada, iba bobo, perdido en serio. El gendarme que me ayudaba me miraría extrañado para terminar preguntándome acerca de qué era lo que me acompañaba.

- “¿De qué ‘cosa’ me habla, oficial?, respondería yo lo suficientemente confundido, intentando protegerme del aguacero, seguido de truenos y relámpagos; el julepe me duraba, no lo niego, Antonio, y no me dejaba pensar con claridad. En cierto momento y tras toda una vida de hacer el trayecto, no sabía hacia dónde debía dirigirme para llegar al pueblo. En la confusión apareció una linda mujer gendarme. Su cara reflejaría el mayor de los espantos, echando hasta espuma por la boca: una especie de murciélago, gigante y amenazante, nos observaba desde lo alto. Eso no sería lo peor: su rostro, ¡cómo olvidarlo! era humano y brillaba bajo el agua. Pero lo que realmente me asustó fue ver cómo abría y cerraba la boca, sus dientes de piraña masticaban una mano, no estoy loco, no me mires así. Tal vez por los chillidos de la mujer que lloriqueaba y braceaba igual que una loca, el pájaro, espanto o lo que fuese, llegó a lanzar el formidable gruñido que terminó por hacernos sangrar los oídos”:

-¡Sheeejjjhh, sheeejjjhh!

“La tormenta recién comenzaba desde el Bermejo y serían memorables los destrozos que causaría, como aquel espanto que jamás olvidaré, ya te lo conté, ya está, no puedo seguir…”, apuntaría finalmente Sebastián Parada. ¿Para qué voy a mentir? Aquella noche no pude dormir, alguien deambulaba por ahí, además del propietario. Ni bien amaneció arranqué la camioneta y me fui sin despedirme del amigo; algo raro se palpaba en la zona de El Rosillo y el tiempo me daría la razón.

Casi lo olvido: la gente habla y habla, vieron, dicen que ahora el bicho negro vive en el puesto El Catre, que una mujer de blanco también acecha, que esto, que aquello. ¿De Sebastián, me dice?, no quise preguntar.

¡Qué las hay, las hay!

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GUILLERMO FERNÁNDEZ

Bajo el pseudónimo de Ignacio Martín Lui, el escritor Guillermo Fernández editó numerosos libros desde 1998 y en 2019 logró una importante distinción en el 7° Certamen Literario, por parte del Rotary Club de la ciudad de Flores, Capital Federal, entre más de 500 escritores de unos 13 países, con el cuento “¡Arrivederci!”, que le da nombre al libro que editara en 2020, cuyos cuentos están ambientados en la Ciudad de Buenos Aires, Catamarca y la provincia de Formosa y retratan los mitos, las leyendas y el costumbrismo rural a través de creencias populares, como los duendes, el lobizón y demás personajes del acervo cultural formoseño.

A lo largo de los años, el escritor -de origen fiambalense- editó numerosas obras como "Cuentos nativos de ayer, de hoy, de siempre" (1998), "Cuentos de la Tierra Brava" (2009), "Cuando las raíces ha­blan" (2012), "Oíd Mortales" (2014), “Estrellas en el río” (2016) y “El aullido de la muerte” (2018), lo que le ha valido varios premios y reconocimientos, entre ellos el 1° Premio en el VIII Certamen Nacional de Literatura de la ciudad de Lobos, Buenos Aires; Medalla de Plata en el XXIII Certamen Internacional de Narrativa y Medalla de Escritor Destacado en la edición bilingüe inglés-castellano, con Editorial De Los Cuatro Vientos, en Capital Federal, además de integrar muchas páginas de antologías a nivel nacional.

Guillermo Fernández y su nieta Francesca, en la vieja estación de Ingeniero Juárez de 1930.



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