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Dos caras de un flagelo



Es mentira que en la Argentina en general o en Formosa en particular la gente humilde no quiere trabajar. Todos los días, personas de distintas edades recorren las calles de nuestra ciudad buscando realizar alguna tarea que les retribuya una paga. Se ofrecen para cualquier cosa, hasta para juntar los mangos (hablamos de la fruta) que en verano se amontonan en nuestras veredas. También, por supuesto, pasan algunos/as pidiendo algo para comer.

La crisis ha pegado fuerte nuevamente y revela la falta de preparación de muchos/as compatriotas a la hora de procurarse un buen trabajo; déficit que viene de arrastre pero que irrumpe dramáticamente cuando la situación económica empeora.

Mientras esto sucede por un lado, distintas administraciones, a fuerza de planes, siguen barriendo bajo la alfombra las consecuencias de infinitas malas políticas sociales. El resultado es elocuente: la pobreza crece sin parar.

Se suele decir con valor aceptado que importantes franjas de la población han perdido o disminuido perceptiblemente la noción de que la grandeza de otras épocas provino del trabajo y del estudio.

Hoy, en cambio, el Estado mantiene una inquietante deuda por mantener desinformada a la sociedad sobre el grado de cumplimiento en toda la letra de planes de asistencia social condicionados a la inscripción y regularidad escolar en estudios básicos de menores de familias beneficiadas. Son condiciones mínimas, pero sin las cuales se burla la posibilidad de asegurar que chicos/as y jóvenes dispongan en el futuro de instrumentos hábiles para desempeñarse en el universo de demandas laborales cada vez más exigentes.

La búsqueda muchas veces infructuosa de changas callejeras es una faceta de la difícil realidad social que atravesamos. Hay temas de los que no se habla sino en términos generales por la hipocresía de algunos sectores; la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), por ejemplo, alertó en su momento sobre la falta de trabajadores rurales, que causa pérdidas en tiempos de cosecha de varias economías regionales, pues los programas de asistencia social “desincentivan a los beneficiarios a aceptar un empleo registrado, ya que el blanqueo implica la baja automática de los beneficios”. Esto también es cierto, como el fenómeno del que se habla en voz baja, del personal doméstico al que no se regulariza porque, de otro modo, perdería automáticamente en múltiples casos algún beneficio graciable.

Son dos caras de una misma moneda. Como conclusión podemos señalar que la Argentina tiene un desafío mayúsculo por delante: recuperar el sentido legendario de la dignidad del trabajo, pero a la vez devolverle capacidades a su gente para que pueda procurarse nuevas y más dignas tareas.

Es innegable que en diversas actividades faltan trabajadores/as, pues los programas de asistencia social desincentivan a sus beneficiarios/as a aceptar un empleo registrado. Pero también hay que destacar que las y los jóvenes no reciben buena formación laboral, por lo que les resulta cada vez más difícil acceder a un empleo registrado, esto es, con todas las de la ley.



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