Cada 20 de junio, La Mañana se ocupa de destacar la figura del general Manuel Belgrano mucho más allá del hecho histórico por el que pasó a la inmortalidad, la creación de nuestro principal distintivo nacional: la Bandera.
Lo hacemos porque Belgrano fue, por sobre todas las cosas, un hombre de bien y un patriota, y porque creemos que su enorme figura moral debe ser guía para la dirigencia del país y de la provincia.
Belgrano concibió el servicio público como un sacrificio y un deber, antes que como medio de prestigiarse o enriquecerse, como es tan habitual hoy en la Argentina.
Al decir del propio Bartolomé Mitre, fue un hombre “que lo dio todo y no pidió nada”. Nació rico, fue abogado, economista, periodista y diplomático, pero resignó una vida tranquila para servir a su país incluso en los campos de batalla.
La figura de Belgrano está instalada en el corazón del pueblo argentino; sin embargo, los valores que representó no han calado tan hondo, en parte por fallas del sistema educativo, en parte por desinterés de padres y madres.
No importa las circunstancias o dificultades que se atraviesen, el Estado tiene la obligación de bregar por una educación pública que haga hincapié en valores y principios de orden moral. Es grave que por fallas en los mecanismos didácticos se sigan limitando de manera decisiva las posibilidades de integrar a las futuras generaciones en un orden social verdaderamente ético y solidario.
Se trata de una cuestión que ciertamente supera la responsabilidad específica de docentes, pedagogos y autoridades educativas. Son los diferentes sectores de la sociedad -y, específicamente, los padres y madres de familia- quienes tienen la obligación imperiosa de enfrentar este problema.
La vaciedad axiológica de las últimas décadas es un hecho incontrastable, presente por igual en muchos países, aunque la Argentina exhibe con rasgos propios una marcada desorientación en su sistema de enseñanza.
Los planes de estudio contienen puntos relativos a la ética, por medio de invocaciones a la paz, la libertad, la justicia y la igualdad, pero son más bien escasas las menciones a las vías fácticas mediante las cuales las altas virtudes humanas pueden adquirir dimensión real: el esfuerzo, la generosidad, la abnegación, la responsabilidad, la verdad, la honestidad, la belleza, la esperanza.
Belgrano es, para muchos, el patriota argentino que abarcó esos valores mejor que ningún otro. Tuvo sus contradicciones como todo ser humano, pero nadie discute su conducta cristalina y desinteresada en aquellos años turbulentos que siguieron a la Revolución de Mayo.
Entre tantas virtudes, su interés por los pobres del país nunca fue demagógico, y hasta sacó dinero de su bolsillo para hacer escuelas, pues sostenía -mucho antes que Domingo F. Sarmiento- que “educación es lo que necesitan nuestros pueblos para ser virtuosos e ilustrados como corresponde”.
Dos siglos después, viendo la miseria y la crisis educativa de un país que no quiso ni soñó, el general Manuel Belgrano volvería a despedirse con aquella frase desgarradora, a la que adherimos: “Ay, Patria mía”.