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País salvaje



Como dijo alguien en uno de los cientos de artículos publicados en las últimas horas, la muerte de Diego Armando Maradona no dejó a nadie indiferente. Aún quienes en vida lo criticaron más por sus excesos de lo que lo admiraron como futbolista, sintieron la pérdida. Toda la Argentina terminó rendida a los pies de su máximo héroe deportivo.

Pero, como lamentablemente ocurre siempre en este país cada vez que sucede algo extraordinario, no se tomaron las previsiones para el velorio de tamaña figura, nada menos que en la Casa Rosada, y todo terminó en un desmadre total, injusto, inmerecido, tanto para el ídolo -cuyos restos debieron ser retirados con urgencia de la Capilla Ardiente- como para los familiares que estaban en el lugar.

No era el último adiós a cualquiera el que se preparó a las apuradas el miércoles a la noche; era Maradona el centro de los homenajes. Un ser humano con errores en su vida privada que fue objeto de devoción pagana por sus aciertos en canchas de fútbol de todo el mundo. Los mismos medios lo anticipaban: se esperaba que por lo menos un millón de personas fuera a despedirlo, en un contexto de pandemia y con la exigencia del distanciamiento social vigente.

Todo marchaba bien, hasta que pasado el mediodía se terminó de confirmar que la familia pretendía dar por terminado el velorio a las 16 horas. Para las 14, los hinchas que estaban a mayor distancia del féretro comenzaron a hacer notar su nerviosismo por la posibilidad de no llegar a tiempo, hasta que minutos más tarde todo se descontroló, se tiraron las vallas al suelo y hubo enfrentamientos con los efectivos del orden. De nada valió que la familia reconsiderara su postura y decidiera extender hasta las 19 la visita. La familia, que compartió a Diego con todos los argentinos durante toda la vida, cedió uno de sus momentos más íntimos y privados y lo compartió una vez más, pero pareciera que para los argentinos nunca es suficiente.

Las escenas que se vivieron en la víspera en plena Plaza de Mayo y sobre la avenida 9 de Julio, con miles de personas apiñadas, muchas sin barbijo o con el barbijo descolocado y cientos de fanáticos ingresando por la fuerza a la Casa Rosada tras saltar las rejas, nos ilustran sobre una Argentina adolescente; un país que no termina de crecer, no solamente en el aspecto económico sino, sobre todo, en los buenos hábitos.

No hubo capacidad de las autoridades nacionales y porteñas de organizar sin fisuras el velatorio de un ídolo popular. ¿De qué valieron los casi nueve meses de cuarentena estricta seguida de distanciamiento social? ¿De qué valió el esfuerzo de millones de argentinas y de argentinos en este período? ¿Era necesario tirar por la borda tanto sacrificio, tantas medidas de seguridad, tantas restricciones?

Mientras el caos y la anarquía rodeaban ayer la sede del Gobierno central poniendo en peligro la integridad física del Presidente y la Vicepresidenta de la Nación, que a esa hora estaban adentro despidiéndose de Maradona, todo el mundo, literalmente, nos observaba con suma atención.

Por desgracia lo que dejamos fue la confirmación de una imagen que ya tenemos en el exterior: la de un país inseguro, desapegado a las normas; un país incoherente que cierra fronteras por el coronavirus pero (des)organiza un velorio multitudinario y termina manchando una vez más, en una jornada histórica, su reputación.



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