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Poner límites



Muchos jóvenes formoseños, al igual que sus pares de otras provincias, siguen sin tomar real dimensión de la emergencia sanitaria y hacen lo imposible por continuar con actividades que resultan peligrosas, porque -como advierte el doctor José Manuel Viudes- pueden, a través de algún tipo de “escape”, desencadenar un brote de COVID-19.

Claro que el riesgo de las “reuniones sociales” que mayoritariamente protagoniza la juventud no tiene que ver solamente con la pandemia de coronavirus. Hay otra que viene haciendo estragos y contra la cual no hay siquiera esperanza de una vacuna: el consumo de alcohol y estupefacientes.

Los chicos/as que insisten en juntarse a pesar de las recomendaciones oficiales lo hacen, en muchos casos, no sólo para jugar o charlar sobre aspectos de la vida cotidiana, sino también para beber en exceso o consumir alguna sustancia prohibida. Y lo peor es que hay padres que, sabiéndolo, hacen poco o nada por evitarlo.

Como se ha dicho más de una vez en esta columna, la edad de inicio del consumo de alcohol, tabaco y marihuana sigue descendiendo entre las y los jóvenes argentinos. Una investigación reciente, entre alumnos/as de escuelas públicas y privadas, detectó que un 40 por ciento comienza a beber alcohol a los 13 años o antes, y que entre los “bebedores tempranos” hay mayor consumo de tabaco y marihuana que entre los no bebedores o “bebedores tardíos” (aquellos que llegan a los 15 años sin haber probado bebidas alcohólicas).

El cuadro se complica cuando se advierte que los de menor edad no se limitan a probar, sino que una proporción considerable de ellos bebe de más: uno de cada cuatro adolescentes de 13 años admitió haber consumido alcohol en exceso durante el mes anterior al momento de la encuesta. Y ese porcentaje se duplica entre los que son un poco mayores: uno de cada dos adolescentes de más de 14 años aceptó haber consumido alcohol de manera excesiva al menos una vez en el mes previo a ser encuestado.

La incidencia socioambiental, comprobada ya en trabajos anteriores, es clave en esta problemática: beben más aquellos/as adolescentes que perciben un nivel superior de aprobación del consumo por parte de sus amistades o, como señalamos al comienzo, de sus propios padres. Además, como tiene más peso el grupo de pares, consumen con mayor frecuencia y mayores cantidades quienes cuentan con amigas o amigos bebedores. El consumo de las otras sustancias analizadas (tabaco y marihuana) también aparece asociado más con los bebedores tempranos que con los tardíos.

Los datos son concluyentes: se ha naturalizado la ingesta de alcohol al punto de legitimar culturalmente a los menores que beben, aunque exista una legislación que les prohíbe adquirirlo. Y esta tendencia se ha vuelto tan fuerte que no hay cuarentena que valga.

La única forma de revertir la situación es deslegitimando esa conducta social. El primer paso para alcanzar tal objetivo es lograr que los adultos entiendan que los menores no deben beber alcohol. Eso equivale a formar padres y madres dispuestos a poner límites, no sólo sobre los jóvenes a su cargo sino también sobre sus amistades.



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