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QUINTAESENCIA

"LA VENTA": ¿Cada cual atiende su juego?



En el teatro existe una convención tradicionalista que establece tácitamente que el escenario es para los actores y las butacas para los espectadores. No ocurre así con lo que se conoce como teatro inmersivo, que congrega a elenco y público en un mismo espacio escénico. Un juego que no todos están dispuestos a jugar, pero para quienes toman la valiente decisión de hacerlo, constituye una “experiencia única y conmovedora”, tal como reza el flyer de la obra en cuestión.
Dispuestos a vivir una función “distinta” y luego de varios intentos fallidos, mi hijo y yo planeamos ir a ver a “Los Bombonic” antes de que salgan de rotation por el país.
Con mucha ansiedad y unas terribles ganas de “meternos” en la historia, llegamos cinco minutos antes del horario fijado. La enorme puerta de hierro de la vieja casona está llaveada. Chequeamos la dirección que figura en las entradas y efectivamente estamos en el lugar correcto. Como no había nadie más que nosotros, por un momento pienso que la cultura también había entrado en cuarentena. De repente, empiezan a llegar los otros “interesados” en comprar la casa y, cuando menos nos damos cuenta, ya estamos sumergidos en la “potencial transacción inmobiliaria”.
Como el Don Pirulero, cada cual atiende su juego: por un lado, una actriz y un actor encarnan a los vendedores y, por otro, los espectadores hemos decidido salir de nuestra zona de confort y asumir el papel de “compradores”, sin importar el riesgo que nos depare esta aventura teatral llamada “La Venta”.
Subimos la escalera y mientras la llave corre de mano en mano, me animo a tirar el primer chascarrillo: “¡Ojo, que estamos pasando el coronavirus!”. Las risas cómplices marcan el preludio de una historia, compuesta por otras subhistorias, que conocemos a medida que avanza nuestro recorrido por la “casa de época”, tal como prefiere llamarla la vendedora.
Cada ambiente tiene su correlativa ambientación dramática, con la sorpresiva aparición de nuevos personajes. “Esto parece más el tren fantasma que una casa en venta”, fue mi segundo bocadillo.
A esta altura, los roles rotan en un círculo vicioso, que ninguno de afuera se anima a traspasar. La verdad, no hay impedimento alguno para cruzar ese delgado límite entre ficción y realidad, más que uno mismo.
Personalmente, debo confesar que varias veces estoy tentado en pasarme de la raya. La primera vez es cuando enfrento la disyuntiva entre el clásico “no te metas” y meterme para defender a Mari y su bebé del inminente desalojo.
Luego, por un momento pienso en ponerme la peluca de Mela e incluso en gastar a Javi por su pésimo acento español, siendo que vive hace años con la gallega Maru.
¿Qué pasa si me presento como mejor postor que Coty? Ni qué decir si acepto ser el cliente de Jime. ¿La historia hubiera tomado otro giro? Al final me quedo con las ganas de saberlo. Será por eso que actores osados necesitan de un público osado también para construir una historia jugada. Tal vez la próxima me anime, tal vez no. Por de pronto, me conformo con mis pequeñas participaciones, soñando alguna vez mi regreso a las tablas.
Los aplausos no dan lugar a la revancha. La función termina en besos y abrazos, que no saben de coronavirus.
Bajo la escalera, con Leandro pisándome los talones, seguro pensando: “¿De dónde salió mi viejo?”, a lo que telepáticamente le respondo: “Del teatro, hijo, del teatro”.

Alejandro “Zorro” Vallejo



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