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Pirámide en alza



La pobreza y el hambre son flagelos que se extienden mucho más allá de nuestras fronteras, con índices que crecen y estremecen a pesar de las declaraciones poco creíbles de algunos funcionarios de organismos internacionales.

No hace mucho, el presidente del Banco Mundial afirmó que el objetivo propuesto es terminar con la pobreza extrema “a más tardar en 2030”. Sin embargo, según datos de la misma entidad, resulta evidente que no se habrá de terminar con ese calvario en el mundo en la próxima década. Lo más probable, por el contrario, es que durante ese período la pobreza extrema termine con la vida de muchos.

No es escepticismo ni una presunción liviana. Las matemáticas corroboran este negro panorama. Los datos de 2015 hablaban de un 46 por ciento de la población mundial que “vivía” con menos de 5,50 dólares diarios, mientras que tres años después, en 2018, el mismo Banco Mundial llegaba a la conclusión de que el 46 por ciento de la población mundial -3.400 millones de personas- seguía “viviendo” con menos de 5,50 dólares diarios.

Sería interesante tener la posibilidad de preguntarles a los jerarcas del BM qué plan tienen o cómo piensan hacer para lograr en los próximos diez años lo que no se pudo a lo largo de varias décadas, como que al menos el 26 por ciento de la población que revista en la condición de indigente -menos de 3,20 dólares diarios de ingreso- salga de esa nefasta categoría.

Porque lo que se ha venido dando a nivel global es un proceso de maximización concentrada de la riqueza que hizo crecer en altura la pirámide de la desigualdad y volvió aún más aguda su punta. Para decirlo en otros términos: menos personas atesoran hoy la mayor parte de la riqueza mundial, en detrimento de gigantescas mayorías que se debaten entre la pobreza y la indigencia (pobreza extrema).

Salta a la vista que algo no funciona, que en algo están fallando no sólo los tecnócratas del Banco Mundial sino también muchos líderes gubernamentales. Que casi media humanidad subsista en villas de emergencia, sobre calles de tierra sin agua corriente, cloacas, transporte ni servicios de salud, demuestra las limitaciones de modelos productivos y de acumulación de riqueza que no mejoran la vida de prácticamente nadie, mientras la creciente demanda consumista y la sobrepoblación van desertizando las tierras cultivables, reducen o contaminan las reservas de agua potable, exacerban el efecto invernadero y acaban con numerosas especies alrededor del planeta.

La exaltación de estos fenómenos dañinos para el hábitat hace que ni siquiera tenga que imaginarse un mundo arrasado por una eventual Tercera Guerra Mundial. El accionar de una ínfima minoría está convirtiendo de a poco en realidad la ficción posnuclear.

Mientras la degradación no encuentra freno por la mezquindad de algunos países y la desidia de otros, cientos de millones de pobres extremos reciben el mensaje “esperanzador” de que un mundo mejor es posible si tienen la fortuna sobrevivir a esta década.

En lugar de proyecciones utópicas y metas ilusorias, sería conveniente enderezar los esfuerzos hacia medidas concretas y terrenales.



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