Por Orlando Van Bredam
Para algunos, muy pocos, que viven o intentan vivir de la literatura, escribir es un oficio. De la misma manera que cualquier otro oficio de reconocimiento social. El panadero hace pan todos o casi todos los días, con ganas o sin ganas. Necesita hacerlo para vivir. Hay escritores así, tienen las habilidades legitimadas por sus lectores y cuentan con el apoyo de sus editores para escribir y publicar aquellos libros que demanda el mercado. Muchas veces, el cine muestra a ese escritor de oficio enojado consigo mismo por no poder escribir una página, mientras su agente literario lo presiona porque ya ha firmado un contrato importante o ha recibido un adelanto de sus derechos. En Argentina no hay o son muy escasos los escritores de ficción (que son los verdaderos escritores, los otros son periodistas o historiadores) que viven de publicar todos los años una novela nueva. El resto, casi todas las demás personas que escriben, lo hacen impulsados por el deseo de hacerlo sin saber jamás quién ni para qué los llevó hasta allí. No tienen oficio. Escriben compulsivamente, arrastrados por una necesidad fisiológica como comer, dormir, orinar, etc. Por ese motivo, no están en condiciones de explicar racionalmente por qué, desvelados, a las tres de la mañana, narraron esa pequeña historia o dejaron en un cuaderno los primeros versos de un poema soñoliento.
Nada indica que un escritor de oficio componga una obra más trascendente que un escritor compulsivo, ni tampoco a la inversa. Escribir para asombrar, para maravillar, es siempre un misterio. Jamás un autor debe juzgar su propia producción, nadie está en condiciones de asegurar nada en el siempre incierto territorio de las letras. Siempre se está empezando de cero, aunque se hayan publicado con éxito veinte libros, siempre se está al borde del abismo. La técnica y el trabajo cons-tante no aseguran nada si la obra no tiene vuelo propio, si no roza las alturas y resplandece entre los lectores.