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Industria controversial



Entre las responsabilidades que el Estado argentino ha ido abandonando con el paso del tiempo en el campo del bienestar social aparece la falta de controles efectivos sobre el precio de los medicamentos.

El problema no se originó durante el gobierno que termina su mandato dentro de once días sino que viene de varios años a esta parte y ha llevado a que los remedios en nuestro país sean mucho más caros que en el exterior.

Los intentos oficiales que existieron en algún momento por explicar que la fijación de estos valores depende de los tipos de cambio, nunca pudieron justificar las enormes disparidades entre los precios de estos productos en la Argentina respecto de los de otras naciones incluso menos desarrolladas industrialmente.

Los aumentos escandalosos de los dos últimos años -por encima de la inflación y muy por encima de la magra actualización de los salarios- configuran un despropósito que la sociedad sufre con impotencia. Es que mientras por un lado la crisis ha llevado la pobreza a casi el 40 por ciento de la población, por el otro se suma la certitud de que no existe área de la economía, ni siquiera la que afecta a la salud pública, que haya escapado a claros vicios que devienen del afán especulativo.

Quienes trabajan en el sector Salud saben de la distorsión que producen los fármacos en términos de contribuir a la equidad, accesibilidad, calidad, eficacia y eficiencia del sector. Tal vez no haya dentro de la problemática de la salud un tema tan difícil de “poner en caja” como el medicamento.

Es indispensable que las autoridades y los actores reales del sector centren su atención en ello, partiendo de que el medicamento es un bien social, ya que constituye un insumo esencial para garantizar el derecho a la salud individual y colectiva.

No alcanza con leyes para sostener que estamos ante un bien protegido que constituye el elemento esencial para proveer de una terapia medicamentosa eficaz y accesible a todos. Hacen falta toma de conciencia y cambios de conducta de los demandantes (pacientes), de los que prescriben (médicos-odontólogos), de los que intermedian (farmacéuticos), hasta llegar a la intocable industria farmacéutica.

Desde siempre, la lógica ha sido a la inversa: comienza por una industria monopólica, en el mejor de los casos oligopólica, “cosificando” los remedios como un bien más de consumo y alineando a autoridades, médicos, farmacéuticos y usuarios dentro del principio exclusivo de rentabilidad empresaria.

La permanente tendencia alcista en los precios de los medicamentos no responde por lo general a un incremento de demanda o mayores costos, sino a las imperfecciones que preexisten en el mercado y que la industria pretende mantener aun en los contextos sociales más desfavorables.

Mucha gente enferma a lo largo y ancho del país ha dejado de comprar fármacos para atender sus dolencias o ha decidido, por su cuenta, reducir el consumo (en lugar de tomar una pastilla por día, por ejemplo, toma la mitad). Son muestras palpables del estado de necesidad y urgencia que afecta a una sociedad sometida a la voracidad de una industria controversial.



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