Ocurre con más frecuencia de lo imaginable en muchas ciudades del país, y especialmente en zonas productivas que no encuentran compradores para, por ejemplo, sus frutas o verduras. La situación a la que nos referimos hoy tiene que ver con alimentos tirados virtualmente a la basura en un país donde hay hambre.
Una imagen que duele es cuando productores se acercan hasta un lugar público y vuelcan el esfuerzo de su trabajo de varios meses en señal de protesta por no poder venderlos o porque el precio que les pagan no vale el sacrificio. Otra, los contenedores de basura de algunos mercados llenos de comestibles, que llegaron hasta allí para ser comercializados pero que, por distintos motivos, se deterioran y dejan de ser aptos para el consumo.
El tema ha sido objeto de investigación. En Córdoba, por ejemplo, un alumno de la carrera de Ingeniería Industrial de la Universidad Nacional demostró que los desperdicios en el Mercado de Abasto de esa capital rondan los 74 mil kilos diarios. Esto, en el promedio nacional, representa las frutas y verduras que consumen diariamente 270 mil personas.
Esos alimentos, como tantos otros que absurdamente se desaprovechan a lo largo y ancho del país, no llegan a la mesa de nadie, por lo que se convierten en basura, a pesar de las miles de familias argentinas que sufren necesidades alimentarias desde La Quiaca hasta Ushuaia, pasando obviamente por Formosa.
En algunos lugares, este vergonzoso cuadro es atacado por voluntarios de bancos de alimentos que se esmeran por recuperar algo de mercadería. Sin embargo, cada día tienen la mala noticia de que apenas una parte está en condiciones de ser consumida. Así y todo, muchas familias alcanzan a ser alimentadas gracias a esta tarea.
Suponiendo que sólo un tercio de la población argentina se encuentra por debajo de la línea de pobreza, hablamos de alrededor de 15 millones de personas que apenas cubren la canasta básica. Pero este extendido grupo abarca, además, a cientos de miles de indigentes, que tienen graves dificultades económicas para alimentarse. La pregunta es a cuánta gente se le podría dar de comer diariamente con los alimentos aptos que insólitamente van a parar a la basura, entre los cuales también hay que contar los que tiran los restoranes y los que se desperdician en casas particulares cuyos moradores no sufren la falta de componentes vitales de una dieta saludable.
El planteo de fondo, empero, es qué hacer para salvar esos alimentos de su actual mal destino. Se han estudiado varias alternativas, desde generar conciencia en los puesteros de los mercados para que se preocupen por evitar pérdidas, hasta contar con plantas envasadoras que contribuyan a reducir el desecho actual, o un biodigestor (produce biogás, energía renovable), pasando por incorporar más trabajadores al control y rescate de alimentos.
Pero uno de los obstáculos permanentes es el “alto costo” de las posibles soluciones, sumado a la incapacidad para captar inversiones. Mientras tanto, la impotencia se enseñorea viendo cómo a tantísimas mesas argentinas se les escamotean raciones de comida no residual.